jueves, 30 de enero de 2014

CURSUS HONORUM. II

Los romanos veneraban a sus antepasados; esto es cierto. Aquel culto probablemente ya existía en tiempos de la "Roma cuadrada", pequeño poblado sobre el monte Palatino y origen de lo que sería la urbe. Se trataba de una expresión religiosa muy antigua, que hundía sus raíces en el culto a los muertos, a los espíritus de los antepasados. Aquellas entidades divinas, o simplemente aquellos espíritus, recibían ofrendas en las casas romanas, haciendo el pater familias de puente entre ellos y el mundo de los vivos. Recibían el nombre de manes y eran protectores del hogar y de la familia.
Todas las aristocracias han tenido siempre muy en cuenta a sus antepasados, en buena parte para poner de relieve su ilustre ascendencia; blasonar de ancestros famosos y heroicos facilitaba mucho la legitimación de ciertos privilegios y poderes que estos grupos sociales utilizaban para mantener al resto de la población bajo su tutela. Los griegos fueron en este asunto muy habilidosos; en Grecia las familias aristocráticas remontaban sus orígenes a los dioses; todos los eupátridas, como se llamaban a sí mismos, descendían de la unión de un dios o una diosa con algún hombre o mujer mortal. Aquellos seres humanos que yacían con los dioses eran inevitablemente héroes en el caso de los varones, o princesas en el caso de las hembras.
Los patricios de Roma en diversos casos, y en un estilo muy helenizante, también habían hecho todo lo posible por entroncar con los dioses. La leyenda de Rómulo y Remo es un ejemplo de linaje heroico de origen divino. Algunas de las más antiguas familias romanas remontaban sus orígenes a dioses o héroes divinizados. Los Julios se empeñaron en que todos tuvieran en cuenta que ellos eran descendientes de la diosa Venus y el héroe troyano Eneas; Julio César utilizó este asunto como instrumento de propaganda política, y también lo hizo Octavio Augusto (https://sites.google.com/site/temasdelahistoria/imperio-romano).
En 509 a. C. comienza la República y un nuevo concepto, el del héroe cívico. Este nuevo héroe, muy a la manera de los griegos Armodio y Aristogitón, aunque en un estilo menos teatral, no debe su gloria a su vínculo con los dioses, sino a su sacrificio por la ciudad. El héroe cívico entrega su vida por la ciudad y con ello cubre de honor a su descendencia; su familia le recordará siempre con orgullo y hará lo posible para que toda Roma le tenga por siempre en la memoria. De esta forma, los servicios prestados a la comunidad política se convierten en fuente de prestigio para la familia.
El historiador Polibio de Megalópolis en sus Historiae nos dice al respecto lo siguiente:
"Después de esto, del entierro y de las ceremonias usuales, colocan el retrato del difunto en lugar preferente de la casa, en un armario de madera. Este retrato es una mascarilla, realizada con el máximo cuidado de que se parezca al difunto, tanto en lo que se refiere a la forma como al color.
En las celebraciones de sacrificios públicos, exponen estas imágenes y las adornan primorosamente; cuando un miembro distinguido de la familia muere, las llevan al funeral poniéndoselas a hombres que tienen un parecido sumo con el personaje original, tanto en estatura como en porte. Estos representantes llevan togas ribeteadas de púrpura, si el personaje fue cónsul o pretor; y todas de púrpura, si censor; o bordadas de oro, si celebró un triunfo o algo semejante."
                                                            Togado Barberini. Siglo I a. C.

Ya desde principios de la República los cargos públicos comenzaron a considerarse como un servicio prestado a Roma; quien los desempeñaba se cubría de honor porque entregaba su tiempo, su esfuerzo, su dinero, y a veces su sangre, por el Estado. Por esta causa, en principio, las familias de la nobilitas hacían lo posible para que alguno de sus miembros accediese a las magistraturas.
El joven aristócrata era educado con el objetivo de participar en la vida pública, por eso debía practicar la oratoria, y así aprender a hablar en público. También debía ejercitarse físicamente y en el manejo de las armas; esto último lo hacía en el Campo de Marte. Lo político y lo militar no estaban separados en aquella sociedad, de esta manera las altas magistraturas conllevaban el mando militar, denominado imperium.
Las familias de la nobleza romana hacían grandes esfuerzos para conseguir una buena educación para los hijos varones; si podían permitírselo, pagaban los servicios de un pedagogo griego que enseñase filosofía y retórica. Si la familia era muy rica, optaba por comprar un esclavo, si era posible de origen griego, que dominase las letras y la aritmética. Los esclavos educadores solían ser muy caros y algunos de ellos costaban una auténtica fortuna. Hablar el griego con soltura y hacer citas de autores antiguos era un signo de distinción que venía muy bien a la hora de hacer campaña electoral y ser elegido para cualquier magistratura.
Las familias invertían una gran cantidad de dinero en la formación y la promoción de sus vástagos; en el caso de los más ricos no había límites, pero aquellos que poseían menos recursos tenían que hacer cuentas y considerar lo que estaba al alcance de ellos. Cubrir los gastos de una candidatura siempre era gravoso, sobre todo en el caso de los altos cargos. Sin embargo, lo peor eran los gastos que se derivaban del ejercicio de la magistratura, pues en buena parte se esperaba que saliesen del bolsillo del titular. Las familias que gozaban de fama e influencia jugaban con ventaja a la hora de cosechar votos en los comitia, movilizaban a todos sus clientes para que les votasen e interviniesen activamente en la campaña. Quienes poseían muchos clientes y deudos tenían más posibilidades de ser elegidos en los comitia, por esa razón los hombres públicos más importantes de Roma gastaban gran parte de sus energías y tiempo en conseguir nuevas clientelas y atender a las que ya poseían o habían heredado de sus padres.
Las más altas magistraturas como el consulado o la censura solo estaban al alcance de aquellos que pertenecían a familias muy prestigiosas y muy ricas. Quien no tenía mucho dinero para costearse una carrera pública tenía que acudir a los prestamistas, que ofrecían su dinero a un alto interés.
La cuestión clave para las familias de la nobleza era tener algunos de sus miembros en el Senado, es decir, en el auténtico órgano de decisión y gobierno de Roma; para convertirse en senadores era necesario haber ejercido una magistratura; en otras palabras, los magistrados salientes de cada legislatura eran miembros natos del Senado. Las familias que participaban en el gobierno de Roma a través de las magistraturas y del Senado tenían la posibilidad de influir en la política y en la legislación, lo cual les permitía obtener ventajas de todo tipo.
En resumidas cuentas, el poder político en la Roma Republicana estaba en manos de un grupo reducido de familias que luchaban despiadadamente por mantenerlo; algunas conseguían estar en primera línea durante un tiempo prolongado, como ocurrió con los Cornelio Scipión o los Cecilio Metelos, otras familias en cambio, encontraban serias dificultades para acceder a los cargos públicos o decaían, a pesar de su antigüedad y nobleza.
En la siguiente entrada de esta serie veremos como estaba organizado el cursus honorum, sus etapas, desde el comienzo a lo más alto, y cómo los individuos competían entre sí en un ambiente de pánico al fracaso.

sábado, 25 de enero de 2014

EL EJÉRCITO ROMANO DE FINALES DE LA REPÚBLICA. IV

En el verano del año 48 a. C. el mundo conocido estaba pendiente de dos hombres, Cayo Julio César y Cneo Pompeyo Magno. Si le hubieran dicho esto a los romanos de dos siglos atrás, habrían soltado una carcajada por lo increíble de la situación; no existía, ni podía existir, un hombre tan importante para que el pueblo romano estuviese exclusivamente pendiente de él. En Roma por costumbre las cosas las hacían las familias, no los individuos. Eso era así hasta Publio Cornelio Escipión. Aquel aristócrata brilló con luz propia cuando venció a Aníbal, el terror de Roma. Después de él otros intentaron destacar entre la nobleza romana; la lista es larga, los hermanos Graco, Cayo Mario, Sila y Craso. Pero nunca la atención de los romanos había estado tan fija como ahora, pendiente de la disputa entre César y Pompeyo. Muchos sabían que aquel no era un enfrentamiento cualquiera, porque en su desenlace estaba el futuro de la República. O más bien, de lo que quedaba de la República, ya que hacía tiempo que la ley y las costumbres no se respetaban. Tanto César como Pompeyo decían estar del lado de la ley y del derecho; falso, ambos sabían que las instituciones republicanas eran solo una cáscara; el interior estaba vacío; o mejor dicho, ocupado por el gusano de la ambición.
César y Pompeyo llevaban varios meses jugando al gato y el ratón en el Epiro. Unas veces hacía César de gato y Pompeyo de ratón, y otras veces ocurría al contrario. Ambos buscaban la forma de pillar al contrario en un error y propinarle un golpe del que no se recuperase. Como las cosas comenzasen a irle mal a César en Dirraquio y sufriese algunos reveses, tomó la decisión de levantar el campo con el objetivo de acrecentar la moral de los soldados y conseguir provisiones, de las que andaba escaso desde su desembarco en Epiro.
César se dirigió al Este, hacia Tesalia, y Pompeyo lo siguió con la intención de reunirse allí con su suegro, Quinto Cecilio Metelo Escipión, que había reclutado un ejército en Siria y después había pasado a Tesalia para combatir a César.
César nos descubre sus intenciones en sus Comentarios a la Guerra Civil:
" Sus ideas en orden a la continuación eran éstas: si Pompeyo tomaba el mismo camino desviado del mar y de los almacenes llenos de Dirraquio, privado de la comodidad de las provisiones, le había de obligar a pelear, siendo ya igual el partido; si pasase a Italia, unido su ejército con el de Domicio, marcharía por el Ilírico al socorro de la Italia; si tentase la conquista de Apolonia y Orico para quitarle toda comunicación con la marina, él, yendo a sitiar a Escipión, haría venir a estotro por fuerza a dar socorro a los suyos."
A césar le convenía ser la presa durante un tiempo, para luego convertirse en cazador de improviso. Obligó a Pompeyo a seguirle, dirigiéndose primero al Norte, hacia Apolonia, para cruzar después por Macedonia, y entrar finalmente en Tesalia. Pompeyo iba más lento porque llevaba mucho más bagaje e iba acompañado de una multitud de senadores y nobles con sus familias. César, por el contrario, dejó en Apolonia a los heridos, los enfermos y todo lo que le estorbaba.
Convencido Pompeyo de que no alcanzaría a César de ninguna manera, optó por dirigirse directamente a Tesalia y evitar que éste se reuniera con Cneo Domicio Calvino, legado de César, que al mando de un ejército había estado sometiendo las ciudades de Macedonia.
 Todo fue en vano, porque César y Calvino se encontraron en los lindes de Tesalia; así aumentó el número de soldados de César, una vez unidos ambos ejércitos.
Pompeyo por su parte, se reunió con Metelo Escipión en Tesalia, acampando ambos en el mismo recinto, y rodeados de una multitud de senadores que, seguros de la victoria, disputaban entre ellos por repartirse los cargos y dignidades que quedarían vacantes tras la guerra.
Según los Comentarios a la Guerra Civil, Pompeyo tenía 110 cohortes, unos 45000 legionarios, y César 32000. A estos habría que sumarles la caballería y los auxiliares que acompañaban a ambos.
A principios de Agosto del 48 a. C. los dos enemigos se hallaban en las llanuras de Tesalia. Se habían acercado uno al otro y estaban acampados en los llanos próximos a una pequeña población llamada Farsalia. No había mucha distancia entre los dos; César tenía el campamento en una zona más llana, mientras que Pompeyo lo tenía en lo alto de una colina.
César buscaba la batalla porque era consciente de que la demora lo perjudicaba. Había sufrido una derrota en Dirraquio y sus soldados, ya recuperados, deseaban combatir. Además, siendo verano y estando maduras las cosechas, las provisiones eran abundantes, pero en pasando el tiempo, acabarían escaseando. Por estas razones y porque pensaba que obtenía ventaja jugándoselo todo a una batalla campal, sacaba todos los días a sus legionarios del campamento y los formaba en orden de batalla frente al campamento contrario. Pompeyo hacía lo mismo, pero colocaba a sus soldados en alto, junto a las defensas de su campamento, sin bajar por la ladera de la colina. César intentaba provocar a diario el enfrentamiento avanzando mucho sus líneas, pero Pompeyo no bajaba al llano.
César consideraba que permanecer muchos días en un mismo lugar le perjudicaba, y por esa causa el 9 de Agosto decidió levantar el campo y trasladarse a otro lugar donde probar suerte de nuevo. Ya tenía hecho el equipaje y estaban las cohortes de vanguardia saliendo por las puertas del campamento, cuando observó que Pompeyo había sacado a su gente y les había ordenado bajar de la colina al llano, que era lo que había estado esperando César durante varios días.
Dicen que la oportunidad hay que atraparla al vuelo, y eso fue lo que hizo César; dio orden de que se interrumpiese la marcha y formasen los legionarios en el llano, frente a las tropas de Pompeyo. Entrenados a diario, los soldados maniobraron con rapidez, y César les dirigió una arenga, preperándoles para la inminente batalla.
Sea por estar presionado por sus oficiales y comitiva de senadores, o sea por creer favorable el momento, Pompeyo había decidido cambiar de estrategia y dar la batalla aquel día. Según se cuenta en los Comentarios, el día anterior dijo ante todos lo siguiente:
"Que antes de disparar un tiro, el ejército de César sería derrotado. Bien sé, dijo él, que prometo una cosa al parecer increíble, pero oíd en qué me fundo para no dudar del suceso: tengo persuadidos a nuestros soldados de a caballo, y ellos me han ofrecido de hacerlo, que cuando estemos ya cerca, desfilen hacia el ala derecha y la acometan por el costado abierto, de suerte que rodeándole por la espalda, quede atónito y batido su ejército antes de disparar nosotros un tiro. Con tal arte, sin riesgo de las legiones y sin derramar sangre, pondremos fin a la guerra, cosa no muy dificultosa, siendo tan poderosa nuestra caballería."

La llanura de Farsalia era amplia, cerrada por un lado por el río Enipeo. Pompeyo desplegó su ejército, situando a su flanco derecho sobre el río. Una pequeña fuerza de 600 jinetes constituían este flanco, probablemente con el respaldo de algunos cuerpos de infantería ligera y tropas auxiliares. Junto a ellos estaba la fuerza principal, once legiones desplegadas en triplex acies. El ala derecha estaba bajo el mando de Afranio, el centro era de Metelo Escipión y Domicio Ahenobarbo mandaba el ala izquierda; Pompeyo se situó junto a él.
Pompeyo dio orden a los infantes de defender su posición sin avanzar. Para ganar la batalla confiaba en la caballería que mandaba Tito Labieno. Eran unos 6400 jinetes que estaban agrupados en el flanco izquierdo, junto a una numerosa tropa auxiliar de honderos y arqueros. El objetivo era que esos jinetes arroyaran a la caballería de César,menos numerosa, que formaba frente a ellos al otro lado del campo de batalla. Déspués, Labieno y sus jinetes atacarían el flanco y la retaguardia de César.
César hizo formar a sus legionarios dejando el río a la izquierda. Contaba con 80 cohortes, que sumaban en total 22000 soldados; guardando el campamento había dejado otras 7 cohortes. Formó también en triplex acies, y colocó a la X legión, la más veterana, a la derecha, el lugar de más responsabilidad. El ala izquierda estaba dirigida por Marco Antonio, el centro por Cneo Domicio Calvino y el ala derecha por Publio Sila y el propio César. En el extremo de la derecha colocó a los 1000 jinetes que tenía, frente a los de Labieno. Pero, además, tomó 6 cohortes de la tercera línea y las trasladó a una posición detrás de su propia ala derecha para formar una corta cuarta línea colocada en ángulo oblicuo. Al estar oculta de la vista por los soldados situados delante y por la polvareda que levantaban los caballos, los comandantes enemigos no se percataron de su posición.
Debieron pasar horas hasta que todos estuvieron colocados en su posición. César cabalgó a lo largo de toda la línea de batalla dando ánimos a sus soldados; después se colocó junto a la X legión y dio orden de que se tocase el clarín de avance.
Había un km entre los dos ejércitos y los de César comenzaron a avanzar en orden y silencio, hasta que la primera línea se aproximó al enemigo; dieron entonces los centuriones de cargar, para inmediatamente después lanzar los pila. Sin embargo, en ese momento los de Pompeyo, según lo acordado, se detuvieron y esperaron a pie quieto a los enemigos. Fue entonces cuando los legionarios de César, dándose cuenta de que corrían el riesgo de lanzar su lluvia de pila  demasiado pronto y perder la formación, en una espeluznante exhibición de disciplina, se detuvieron, reorganizaron sus filas con calma y volvieron a avanzar de nuevo. Después, volvieron a cargar, y justo en el momento exacto lanzaron sus dardos.
Los de Pompeyo aguantaron la descarga, y entonces Labieno lanzó a sus 6400 jinetes contra la caballería de César. Eran muchos, pero formaban una masa heterogénea, compuesta por gentes de distintos orígenes y faltos de experiencia; sus mandos eran jóvenes aristócratas con más entusiasmo que otra cosa.
La caballería de César, aunque mucho más pequeña, estaba compuesta en gran parte por veteranos de la guerra de las Galias, germanos y galos la mayoría de ellos, aunque también hispanos. Un grupo numeroso de estos jinetes llevaba años maniobrando y practicando en conjunto. Conocían perfectamente las órdenes que les había dado César antes de la batalla; al primer choque debían volver grupas y huir al galope, dejando que la caballería de Labieno llegase hasta la cuarta línea de infantería que estaba oculta tras ellos.



Cuando los jinetes de Labieno vieron huir a la caballería de César, sintieron una enorme sensación de euforia, al verse tan numerosos y creerse ya vencedores. Corrieron en desorden hacia el flanco derecho de César, formando una masa indisciplinada. Labieno comprobó como la maniobra se le escapaba de las manos, pues sus jinetes ya no escuchaban las órdenes de los mandos.
Entonces César dio la orden de ataque a las seis cohortes de la cuarta línea. Los legionarios avanzaron y la infantería atacó de un modo muy poco habitual: sostuvieron sus pila en las manos y los emplearon como picas de cuerpo a cuerpo.
Cuando los caballos de Labieno comenzaron a caer amontonándose y formando una aglomeración, el pánico se extendió entre ellos de manera fulminante y emprendieron la huida. Tal fue la estampida que los jinetes fueron hacia retaguardia y ya no volvieron a participar en la batalla, pues todos buscaban salvarse a sí mismos.
Quedando el flanco de Pompeyo al descubierto, los infantes de la cuarta línea arremetieron contra los auxiliares de arco y honda, matándolos a todos, ya que carecían de protección.
César mantuvo bajo estricto control a los legionarios de la cuarta línea y les dio orden de que girasen hacia la izquierda, desbaratando el frente de Pompeyo por aquel flanco.



Simultáneamente, César dio la orden a su tercera línea de reserva que avanzase  y reforzase a los soldados que combatían en primera línea a lo largo de todo el frente.
Roto totalmente el flanco izquierdo de Pompeyo, su frente se descompuso y sus soldados se dieron a la fuga. En sus Comentarios César sostiene que 15000 soldados enemigos perdieron la vida y 24000 fueron apresados junto con las águilas de nueve legiones y otros ciento ochenta estandartes diversos. Sus propias bajas habían sido comparativamente escasas: 200 soldados y 30 centuriones.
César justificó aquella guerra con las siguientes palabras:
"Ellos lo han querido. A pesar de haber llevado a cabo tantas hazañas, yo, Cayo César, hubiera sido declarado culpable de no haber pedido auxilio al ejército."

viernes, 24 de enero de 2014

CURSUS HONORUM. I

Si hay algo característico y propio del romano, es su rechazo radical a la monarquía. De hecho, todo el sistema institucional y político republicano es en el fondo un artificio destinado a evitar que nadie tuviese la tentación de poner una corona sobre sus sienes. Los romanos odiaban furiosamente la monarquía, que ellos interpretaban como el privilegio que se tomaba un hombre para situarse por encima de los demás.
Roma tuvo su monarquía, de infaustos recuerdos para los romanos, porque los últimos reyes actuaron sin tener en cuenta a nadie, contra los derechos y la dignidad del pueblo romano. Al menos, esto es lo que contaban los historiadores de la República de Roma.
Cuando Tarquinio el Soberbio, último rey de Roma, fue expulsado de la ciudad en 510 a., los romanos no construyeron su nuevo Estado a partir de una constitución que describiese con detalle los derechos, órganos e instituciones del nuevo régimen. Esto sí que ocurrió con frecuencia en Grecia, donde las polis se organizaron políticamente a partir de constituciones que supuestamente redactaron hombres reputados de sabios como Solón en Atenas o Licurgo en Esparta.
En Roma ni siquiera se preocuparon de buscar un sabio o líder para hacerlo responsable de la organización pública de la urbe; simplemente el pueblo romano, a través del debate político y la lucha social, fue urdiendo el entramado del Estado romano, yendo unas veces en una dirección, otras veces en otra.
Por supuesto se partió de una base, de algo en lo que todos estaban de acuerdo; esto es el mos maiorum, la costumbre de los antepasados. Las mores eran un conjunto de conductas y prohibiciones que habían sido heredadas de aquellos legendarios romanos de los tiempos de la fundación de Roma. El origen mítico de algunas de estas costumbres las convierte en dudosas en lo que respecta a su antigüedad y su autenticidad (http://comentariosdelahistoria.blogspot.com.es/2013/12/el-mito.html); pero para aquellos romanos fundadores de la República en 509 a. C., eso no tenía importancia, se trataba de reglas aceptadas por todos, base fundamental de la concordia entre los ciudadanos (https://sites.google.com/site/temasdelahistoria/ortega-y-el-imperio-romano).
Depuestos los reyes, fueron las familias aristocráticas de Roma las que tomaron el poder; al fin y al cabo, eran ellas las que habían impulsado la revuelta contra el último monarca. El conjunto de estas familias era conocido con el nombre de populus, palabra que no expresa el mismo concepto que "pueblo", pues el populus estaba compuesto exclusivamente por aquellas familias que remontaban su antigüedad a la fundación de Roma más otras tantas que se incorporaron durante los tiempos de los monarcas etruscos.
Los miembros de estas familias se llamaban a sí mismos patricii, patricios, es decir, descendientes de los padres originales. Aparte de ellos, en Roma vivían los plebeyos, gente que se había establecido en Roma posteriormente y que carecían de origen conocido.
Los patricios tenían el control de los asuntos políticos, mientras que los plebeyos quedaban marginados de las funciones públicas y no tenían acceso a las magistraturas. Sin embargo los enfrentamientos por esta causa dieron lugar a diversos acuerdos entre ambos grupos, en virtud de los cuales los patricios se vieron obligados a ceder, y los plebeyos fueron adquiriendo todos los derechos políticos de forma paulatina.
 La República del 509 a. C. era en sí misma un método para evitar que ningún individuo de la aristocracia se aupase por encima de los demás y acaparase demasiado poder en sus manos. El poder debía estar repartido de forma equitativa entre todas las familias de la nobleza romana, ya fuesen patricios o plebeyos elevados en la escala social por el ejercicio de los cargos públicos. El deseo de destacar como individuo estaba severamente reprimido por todo el sistema; los miembros de la familia debían obtener éxitos para la familia, no para ellos mismos. Esta situación se hace evidente cuando contemplamos el nombre que recibían los romanos al nacer. El nomen (nombre) era el de la familia; por ejemplo, Julios, Sempronios. El praenomen (antes del nombre) era el nombre individual; cada familia tenía unos cuantos praenomens habituales; por ejemplo, los Julios usaban casi siempre los de Cayo y Lucio. Finalmente estaba el cognomen, semejante a un apodo y que en algunos casos podía heredarse para diferenciar las distintas líneas de una familia. Como puede verse, lo importante era el nombre de la familia, mientras que el nombre individual quedaba en un plano secundario. Hasta tal punto era así, que las mujeres de las familias de la nobleza carecían de praenomen.
Cuando los aristócratas organizaron la República en 509 a. C. tuvieron mucho cuidado en crear un sistema que impidiera que las personalidades destacasen. Aquello debía ser una oligarquía cuyo control estuviese en manos de un grupo concreto de familias. Por esa razón, el poder del Estado recaía en un consejo conocido con el nombre de Senatus (senado). Aquel era el órgano básico de la aristocracia romana, pues solo podían pertenecer a él aquellos que estaban inscritos en el ordo senatorialis (orden de los senadores) y que previamente habían ejercido una magistratura.
Por otra parte, el poder de las magistraturas estaba limitado, pues algunas eran colegiadas, es decir, la autoridad recaía sobre dos o más personas, no sobre una sola. Este era el caso de los cónsules, la magistratura más importante, con poder ejecutivo y militar (imperium), compuesta por dos colegas, comandantes cada uno de ellos de un ejército diferente. Los cónsules ejercían el cargo solo durante un año y no podían ser reelegidos hasta diez años después; así se evitaba que un solo individuo ocupase el mismo cargo varias legislaturas seguidas.
La desconfianza en el individuo era el rasgo característico de aquel sistema. En algunos casos, encontrándose la República en extremo peligro, era necesario concentrar el poder en las manos de un solo hombre. Entonces se nombraba un dictador que tenía el poder ejecutivo y militar absoluto por el reducido tiempo de seis meses. Pero esto no contentaba a los oligarcas del Senado, y por esa razón le colocaban como contrapoder al magister equitum, el Comandante de Caballería. Es decir, ni siquiera el dictador se encontraba solo y en total libertad a la hora de tomar decisiones.
Los cargos públicos eran elegidos por los comitia (asambleas de ciudadanos) y quienes deseaban ejercerlos presentaban su candidatura y hacían campaña electoral. De manera inevitable, estas magistraturas recaían siempre en miembros de las familias de la nobilitas (nobleza), ya fuesen patricios o plebeyos. Las familias pugnaban entre sí por alcanzar las magistraturas más altas y esta lucha por ascender en la escala del poder político se denominaba cursus honorum, literalmente, la carrera del honor. El nombre provenía de que el ostentar cargos públicos otorgaba honor y prestigio a las familias de la oligarquía, cuestión valorada por encima de la riqueza u otros bienes.
En la siguiente entrada de esta serie veremos como las familias de la nobilitas hacían grandes esfuerzos para que sus miembros fuesen elegidos en los comitia para ocupar las magistraturas.

lunes, 20 de enero de 2014

EL EJÉRCITO ROMANO DE FINALES DE LA REPÚBLICA. III

En la entrada anterior de esta serie vimos como la ambición, la prisa, la desorganización y la falta de reflejos llevaron a Marco Licinio Craso a la terrible derrota de Carras. Craso era un hombre en decadencia física y moral a sus más de sesenta años. Ahora vamos a contemplar la derrota de Cayo Escribonio Curión, hombre joven y brillante, toda una promesa, como se diría en nuestro tiempo.
Curión pertenecía a una generación de jóvenes aristócratas romanos a la que también pertenecían Clodio, Marco Antonio y Publio Craso; todos los mencionados murieron jóvenes y de forma violenta. Entre ellos destacaba Curión por su inteligencia y por su insaciable deseo de burlarse de la moral romana. Aunque al comienzo de su carrera política fue enemigo de César, después dio un brusco giro y pasó a ser uno de los hombres del triunviro. César lo consideraba un hombre inteligente y ambicioso, con enormes deseos de ascender en el cursus honorum, por eso lo tenía en gran valor. Cuando en Enero del 49 a. C. César cruzó el Rubicón, Curión actuó diligentemente colaborando en la expulsión de los pompeyanos del centro de la Península Itálica. Una vez que César hubo perseguido a Pompeyo hasta el puerto de Brindis, y éste huyese a Dirraquio, envió a Curión a Sicilia para que se hiciese cargo del gobierno, y le encomendó que en breve pasase a Africa y tomase el control de aquella provincia.
A comienzos del verano del 49 a. C. Curión se embarcó rumbo a África con dos legiones y 500 jinetes, fuerzas que el creía suficientes para adueñarse de la provincia. Esta actitud confiada suele ser propia de quienes al comienzo obtienen triunfos fáciles, y así menosprecian las dificultades que les esperan. Curión había tomado Sicilia sin oposición y pensaba que lo mismo iba a ocurrir en África.
Tras dos días de navegación desembarcó en un lugar conocido con el nombre de Aguilera y se dirigió hacia Útica, ciudad junto a la cual Publio Accio Varo, del partido de Pompeyo, había acampado. Al ponerse en marcha dio órdenes al cuestor Marco Rufo para que, capitaneando la flota, se dirigiese también a Útica.
Tras dos jornadas de marcha Curión llegó al río Bagradas, donde acampó. Acto seguido, acompañado por la caballería, se dirigió a unas alturas situadas en las proximidades de Útica, desde donde se podía observar la ciudad con comodidad. Varo estaba acampado al pie de las murallas y por toda la campiña podían verse hileras de aldeanos que corrían a refugiarse con sus bienes tras los muros de la ciudad.
Viendo la ocasión, Curión envió la caballería al saqueo de los que huían, y al mismo tiempo Varo sacó del campamento 600 jinetes númidas y 400 infantes para escoltar a los fugitivos. Trabadas las dos caballerías, los númidas, habiendo sufrido muchas pérdidas, dieron media vuelta y se refugiaron en el campamento de Varo.
Ocurrió que en ese momento llegaron a la rada de Útica las galeras de Marco Rufo, y Curión aprovechó para amenazar a todos los barcos mercantes que allí estaban anclados con asaltarlos si no zarpaban inmediatamente y se ponían rumbo adonde les fuese ordenado, lo cual hicieron todos por causa del miedo. De este modo Curión consiguió gran cantidad de abastecimientos.
En este primer contacto con el enemigo vemos al mejor Curión. Era un hombre con escasa experiencia en el mando, pero actúa prudentemente. No se acerca al principio al campamento enemigo; explora y aprovecha la ocasión de obtener algo de ventaja sin arriesgar más.
De  vuelta a su campamento junto al río Bagradas, Curión fue aclamado por los soldados. Al día siguiente trasladó al ejército a Útica y comenzó a levantar el campamento. Estando en ello recibió la noticia de que Juba, rey de Numidia, aliado de Pompeyo, había enviado mucha gente de caballería e infantería para socorrer a Varo. Con una reacción rápida Curión sacó la caballería cuando a lo lejos ya se distinguía la polvareda que levantaban los númidas. Cogidos por sorpresa, debido a la rapidez de Curión, los soldados del rey Juba huyen, y solo se salva la caballería, que corriendo al galope por la ribera del río entra en tropel en el campamento de Varo.
En estos acontecimientos vemos a Curión actuando con decisión y rapidez. No cabe duda que pudo llegar a ser un buen comandante de no haber muerto en el desenlace de aquella batalla.
Porque es necesario entender que es muy difícil que las cosas vayan bien indefinidamente; esto ocurrió en el campamento de Curión. El caso es que buena parte de los legionarios con los que llegó a África habían pertenecido meses antes a la guarnición de Corfinio, cuando esta plaza estaba en el bando de Pompeyo. Algunos de estos soldados eran de fidelidad dudosa, y al amparo de la noche dos centuriones y algunos legionarios se pasaron al campo de Varo. Comenzaron entonces a formarse corrillos en el campamento de Curión, que pronto cayó en la cuenta de que en su ejército había muchos partidarios de Pompeyo. Como la situación se volvía peligrosa porque aumentaba el número de sediciosos, Curión decidió dirigir un discurso a la tropa. Quiso persuadirlos de que el partido de César era el partido de la ley y la justicia, que éste los apreciaba, mientras que Pompeyo los abandonó en Italia, a la par que huía en los barcos; en fin, que César estaba venciendo en aquella guerra, y no iban a ser tan poco prudentes de apostar por el bando perdedor. De esta manera evitó aquel día una deserción en masa.
No obstante, Curión no se fiaba de sus legionarios; no veía nada seguro y temía que la sedición pudiera extenderse de nuevo; por lo cual, tomó la determinación de dar la batalla a la menor ocasión.
Con esta intención sacó a sus soldados del campamento y, como acostumbraba, los formó frente al campamento de Varo; el cual hizo lo mismo. Estando los dos ejércitos frente a frente, Curión, ansioso por no demorarse, lanzó su caballería y dos cohortes contra los jinetes númidas de Varo. Junto a estos jinetes iban mezclados muchos infantes armados a la ligera que les servían de refuerzo. En el choque los jinetes númidas apenas resistieron y salieron corriendo a refugiarse en el campamento de Varo, dejando sola y desprotegida a la infantería ligera, que llevó la peor parte, porque fueron arroyados y muertos en su mayor parte.
Viendo estas cosas Curión, dio orden a todos los suyos de arremeter contra los de Varo, los cuales, aterrados, corrieron hacia la puerta de su campamento atropellándose unos a otros de tal forma que muchos murieron en el intento de ponerse a salvo. El mismo Varo estuvo a punto de perecer allí mismo, pues recibió una estocada en el hombro.
Por desgracia para Curión sus soldados no pudieron entrar en el campamento de Varo, en parte porque para llegar hasta sus defensas había que subir un pedimento de fuerte pendiente, y en parte porque, habiendo salido a combatir a campo abierto, no traían instrumentos de asalto.
La derrota que sufrió Varo en aquella jornada fue tan grande que esa misma noche abandonó el campamento y recogió a sus soldados dentro de las murallas de Útica. Al día siguiente Curión comenzó el asedio de la ciudad, guardando esperanzas de que no había de durar mucho, porque numerosos ciudadanos suplicaban a Varo que entregase la plaza para evitar la matanza y el saqueo.
En ese momento Curión creía haber obtenido la victoria con escasísimas pérdidas; pero como dije antes, es difícil que todo salga absolutamente bien. Ocurrió que al poco llegaron unos mensajeros de Juba, rey de Numidia, con la noticia de que éste se acercaba a Útica con un gran ejército; y al saber esto, el ánimo de los uticenses cambió y se aprestaron a defenderse hasta la llegada del rey.
Que Curión era prudente no cabe duda, porque sabidas estas noticias, decidió retirar el ejército a aquellas alturas desde las que había observado Útica cuando se acercó a la ciudad por primera vez. Formaban aquellos altos una especie de cordel que se introducía en el mar a modo de punta. Las laderas del monte eran escarpadas y obligaban a trepar por ellas; además, no faltaba el agua. Aquel lugar recibía el nombre de Castra Cornelia porque ciento cincuenta años atrás Publio Cornelio Escipión había puesto allí su campamento durante la Segunda Guerra Púnica.
El plan de Curión era hacerse fuerte en aquellas cimas y resistir hasta que llegasen refuerzos. Además, era evidente que Juba no podía permanecer indefinidamente en Útica con tanta gente como al parecer traía. Curión por su parte tenía el apoyo de la flota, que le proveería de víveres durante mucho tiempo.
Cuando en esto estaba Curión, aparecieron en el campamento unos que se presentaron como desertores de Varo, afirmando que el rey Juba se había vuelto para su reino con el grueso del ejército, por causa de una guerra en los confines de Numidia, y que en su lugar había enviado a su general Sabura con una pequeña parte de los soldados.
¿Eran agentes de Varo estos hombres que llegaron al campamento? César en sus Comentarios a la Guerra Civil no lo afirma claramente; quizás por que él no creía que lo fueran. En mi opinión no se puede hablar de una celada, porque fue el mismo Curión quién pecó de imprudente en contra de su costumbre.
El asunto es que la información que dieron aquellos supuestos desertores era una verdad a medias. Era cierto que Sabura había llegado a las orillas del Bagradas con un destacamento de caballería, pero era falso que Juba hubiese regresado a Numidia; por el contrario, venía siguiendo a su general a un día de distancia con todo su ejército.
Tomó Curión la decisión de enviar a toda su caballería para que sorprendiese a Sabura, que había acampado a orillas del Bagradas. Los jinetes partieron al oscurecer, y él mismo salió de Castra Cornelia a media noche con 9000 infantes; dejó guardando el campamento a cinco cohortes.
La caballería de Curión cogió a los númidas durmiendo y sin vigías, con lo cual mataron a muchos y otros tantos huyeron amparados por la oscuridad de la noche, dejando atrás su equipaje. Tomando parte del botín los jinetes romanos tomaron el camino de Castra Cornelia y antes del amanecer se encontraron con Curión, que venía con la infantería por si era necesaria su ayuda. Los jinetes mostraron el botín que habían capturado y aseguraron que había quedado mucho más en el campamento númida, y que los enemigos, vencidos, huían llenos de miedo.
Fue en este momento cuando Curión cometió el error que lo conduciría a la derrota y la muerte. Deseando apropiarse del botín, ordenó a sus soldados que marcharan a toda prisa hacia el campamento de Sabura. No tuvo en cuenta que todos estaban cansados por haber caminado toda la noche sin dormir. La caballería ni siquiera les siguió, pues estaban agotados por la batalla nocturna y andaban más preocupados por poner a buen recaudo los despojos que habían conseguido en el saqueo. Ninguno sospechaba que la verdadera batalla aún no había comenzado.
Sabura y su gente se habían ido agrupando y el rey Juba tuvo noticia de lo que había ocurrido durante la noche. A toda prisa envió a Sabura 2000 jinetes hispanos y galos, todos ellos excelentes, que componían su guardia personal. Además, también le envió el mejor cuerpo de infantería que tenía, y él mismo los siguió con todo el ejército.
Era el verano del 49 a. C. y había amanecido pronto; los soldados de Curión llegaron a los llanos del Bagradas muy cansados y se encontraron con la caballería que Sabura dispuesta frente a ellos; la infantería númida estaba más atrás, de manera que Curión no podía verla bien.
Los romanos no tuvieron otra opción que hacer frente a la embestida de los jinetes; los cuales, tras el primer choque, volvían grupas en dirección a su infantería, que permanecía a pie firme. Los de Curión los perseguían, pero estando muy cansados por la larga marcha, pronto se detenían, y entonces la caballería contraria volvía de nuevo a la carga.
Esta forma de combatir era propia de los hispanos, según nos cuenta César en el libro I de sus Comentarios a la Guerra Civil; eran pues los hispanos el núcleo de la caballería de Sabura.
Algunos jinetes de Curión, que lo habían seguido, arremetieron contra la caballería contraria, pero siendo pocos no podían evitar las cargas sucesivas. De esta manera, los romanos, acercándose poco a poco a la infantería númida, comenzaron a ser rodeados por los jinetes enemigos por ambos lados. Cada vez que intentaban rechazar un ataque, lo único que conseguían era descomponer el frente y hacerse más vulnerables. Aquellos que avanzaban demasiado en persecución de los enemigos, veíanse rodeados y cortada la retirada hacia sus líneas, quienes permanecían quietos, sufrían las arremetidas de los jinetes.
En este punto se extendió el pánico entre las filas de Curión. Esto ocurrió cuando los legionarios se convencieron de que no saldrían de aquel llano con vida. Dejaron de obedecer las órdenes de los oficiales, mientras algunos lloraban incapaces de reaccionar. Todavía Curión hizo un intento desesperado por salvarles la vida, dando órdenes para que ocupasen unos cerros cercanos, desde donde poder defenderse; pero fue en vano, porque la caballería númida, teniéndoles rodeados, ocupó aquellos montes antes que ellos. Todos huyeron a la desbandada hacia aquellas alturas, o hacia cualquier lugar donde creían poder salvarse; pero entonces los jinetes enemigos cargaron contra ellos hiriéndolos sin que hicieran por defenderse.
Curión escogió entonces el honor antes que la vida, cuando algunos jinetes que quedaban le propusieron que huyese a Castra Cornelia, que ellos serían sus escoltas. Según nos cuenta César, Curión respondió lo siguiente:
"que no verá jamás la cara de César, perdido el ejército que le hubo confiado"
Curión murió peleando, mientras algunos de sus jinetes consiguieron llegar a Castra Cornelia. De la infantería ni uno se salvó.
El cuestor Marco Rufo que se había quedado en el campamento junto a las otras cinco cohortes, a petición de los soldados, intenta embarcar esa misma noche; pero tanto es el miedo que tenían que corrieron todos sin orden a las chalupas, peleando unos con otros por llegar a los barcos, de tal manera que muchas barcas se hundieron y otras, por temor a correr la misma suerte, no se atrevían a tocar tierra.
La mayoría se rindieron a Varo. Cuando Juba llegó a Útica ejecutó a muchos y a otros se los llevó como esclavos a su reino. Juba sentía un gran odio por Curión, pues siendo éste Tribuno le declaró enemigo del pueblo romano, privándole del derecho al reino que poseía por favor de Pompeyo.
Hemos analizado dos grandes derrotas de las legiones republicanas en combate con ejércitos extranjeros. En la siguiente entrada veremos cómo actuaba César, ortodoxo y heterodoxo a la vez; algo que solo consiguen los mejores.

viernes, 10 de enero de 2014

EL EJÉRCITO ROMANO DE FINALES DE LA REPÚBLICA. II

En la entrada anterior de esta serie vimos como en el último siglo de la República los ejércitos de Roma consiguieron un alto nivel de eficacia; de tal manera, que ante los ojos de las otras naciones, las legiones romanas parecían invencibles. Esto se debía a una serie de características de la organización y la técnica militar del ejército romano que acabaron convirtiéndolo en una máquina bélica a la que nadie podía derrotar.
Sin embargo, en algunas ocasiones esto no fue así y las legiones fueron vencidas. Puede servir de ejemplo la gran derrota de Marco Licinio Craso en Junio del 53 a. C. en la batalla de Carras y la de Cayo Escribonio Curión en Agosto del 49 a. C. en la batalla del río Bagradas.
Ambos eran personas de diferente carácter. Craso era un aristócrata, perteneciente al orden senatorial y a una familia patricia. Según el mos maiorum, solo era decoroso que, por ser de la clase que era, se dedicase exclusivamente a la agricultura; pero era muy ambicioso y acabó practicando el préstamo y las demás actividades financieras a través de agentes y testaferros pertenecientes al orden ecuestre o simplemente libertos. Siendo joven fue legado de Lucio Cornelio Sila en la guerra civil contra Lucio Cornelio Cinna y Cneo Papirio Carbón. En la Guerra servil contra Espartaco mostró una gran eficacia y crueldad. Fue Cónsul en 70 a. C. junto a Pompeyo, e inmediatemente después formó parte del Primer Triunvirato. Era, por tanto, un hombre muy rico y con experiencia política y militar.
Curión pertenecía a esa juventud aristocrática romana bien educada y muy disipada. De muy joven protagonizó algunos escándalos que animaron las conversaciones de la nobilitas romana. Al principio de su carrera política atacó a César incansablemente durante el consulado del año 59 a. C., pero demostró ser un hombre práctico cuando tiempo después, y en vista de las grandes victorias de César en Galia y las inmensas ganancias que había obtenido, cambió de bando y se transformó en el más conspicuo de los cesarianos. Es evidente que César lo apreciaba, porque cuando en 49 a. C. estalló la guerra civil, le entregó el gobierno de Sicilia y le encargó que pasase a Africa y se la arrebatase a Publio Atio Varo, partidario de Pompeyo.
La derrota de Carras fue una de las más grandes que sufrió Roma en toda su Historia, pero debido a que el acontecimiento tuvo lugar en un territorio muy alejado de la urbe y a que los romanos andaban enzarzados en  apasionadas disputas políticas, no tuvo una resonancia tan importante como Cannas o Arausio. Parece muy claro que Craso a mediados de la década de los años 50 del Siglo I a. C. se quejaba de haber perdido auctoritas con respecto a sus dos compañeros del triunvirato, Pompeyo y César. La auctoritas era una mezcla de influencia y poder sobre la ciudadanía romana. Él pensaba que había quedado en segundo plano con respecto a los otros dos miembros del triunvirato. Pompeyo había obtenido grandes victorias en Asia y el Mediterráneo; César había conquistado las Galias y había vencido a los germanos. Sin embargo él, desde la guerra contra los esclavos no había obtenido ningún éxito militar. Por otra parte, César había demostrado las enormes riquezas que se podían conseguir en una campaña militar de gran envergadura.
Aprovechando que en el reparto que habían hecho los triunviros a él le había tocado Siria, dirigió su mirada hacia el reino de los partos, que presumía podía proporcionarle fabulosas riquezas. En la conquista de Partia le acompañaría su hijo, Publio Licinio Craso, que había servido como comandante de la caballería en las legiones de César. El propio César le apoyó en su empresa entregándole 1000 jinetes galos; de esta manera correspondía a los muchos favores que Craso le había hecho en el pasado, cuando César carecía de dinero para financiar su carrera política.
Craso y su hijo salieron de Roma a finales del 55 a. C. con la oposición de buena parte del Senado y de los tribunos de la Plebe. Quizás fue esta su primera equivocación, pues actuó ilegalmente, sin tener en cuenta las instituciones de Roma. Sin molestarse en buscar un casus belli, en el verano del 54 a. C. cruzó el Éufrates y conquistó algunas ciudades fronterizas del Reino de los Partos. Aquí cometió su segunda equivocación, pues estando el enemigo vencido se retiró de nuevo a Siria con la intención de saquear la provincia y cobrar todo tipo de tributos abusivos. Así pasó un año entero, apropiándose de cuanto caía en sus manos y organizando un gran ejército. Reunió siete legiones y 4000 jinetes, entre estos últimos, la caballería gala.
Cuando se buscan enemigos es conveniente ser prudentes, y en este caso el triunviro se había puesto en su contra a toda la provincia de Siria; cuando sus habitantes lo vieron presto a partir a la guerra, respiraron aliviados.
Antes del comienzo de la campaña militar Craso recibió una propuesta que nunca debió rechazar; Artavasdes II, rey de Armenia, le invitó a invadir Partia por el Norte, a través de su reino, y le ofreció 16000 jinetes y 30000 infantes; sin embargo, Craso rechazó esta propuesta porque no quería compartir el botín y la gloria con nadie. Quizás esta fue su peor equivocación, ya que la manera más cómoda de introducir un ejército en Mesopotamia es conduciéndolo por las faldas de las montañas del Este de Anatolia, a través de un paisaje fresco y rico en aguas, para después descender por el Tigris.
Su decisión fue ahorrar tiempo y llegar al Éufrates, cruzarlo y seguir su curso hacia el Sur, en dirección a Seleucia del Tigris y Ctesifonte. Para ello buscó la colaboración de los árabes que habitaban a orillas del Éufrates, que controlaban las rutas comerciales entre Siria y Mesopotamia. En esto tampoco estuvo afinado, porque los árabes salían muy perjudicados de aquella guerra que paralizaría el tráfico comercial en la zona y arruinaría excelentes negocios. Para los árabes Craso era una desgracia que había caído de improviso sobre sus actividades económicas. Por esta razón decidieron poner todos los medios para traicionarle y que así la campaña fracasase.
En la Primavera del 53 a. C. Marco Craso y su hijo Publio partieron de las orillas del Orontes en dirección al Éufrates con 30000 infantes y 4000 jinetes. Llegados a las orillas del río lo cruzaron y se dispusieron a seguir la ribera en dirección al sur; los partos no aparecieron, pues su rey Orodes II pensaba que sería más fácil derrotar a los romanos en el interior de Mesopotamia. Fue en este momento cuando los árabes, conocedores de que Craso tenía prisa por llegar a Seleucia del Tigris, le propusieron acortar camino dirigiéndose al río Bilechas, pequeño afluente del Éufrates. Le dijeron que habría que cruzar una zona desértica, pero que la distancia era corta, y una vez llegados a la corriente del Bilechas, no padecerían falta de agua. Craso aceptó la propuesta, ignorante de que los árabes informaban de sus movimientos a los partos.
La marcha desde el Éufrates al Bilechas fue penosa. Se trataba de una llanura reseca y ardiente. Craso, siempre con prisa, aceleró la marcha, desgastando las fuerzas de los soldados. Los que peor soportaban aquel medio eran los galos de la caballería, pues el calor los agotaba.
La estrategia del rey Orodes era atraer a los romanos hacia el desierto y acosarlos sin descanso hasta que, perdidas las fuerzas, optaran por retirarse. Esta misión se la encargó a Pahlevi, gobernador parto de Mesopotamia. Mientras tanto, él mismo con un gran ejército iría a Armenia en busca del rey Artavasdes y le haría la guerra para, tomando la iniciativa, impedir otra invasión por el Norte y quitar apoyos a Craso. Queda claro que Orodes era un buen estratega.
Pahlevi cumplió órdenes y reclutó un ejército exclusivamente de caballería; se trataba de hostigar, no de presentar batalla campal. Reunió 10000 jinetes arqueros y 1000 jinetes armados con catafracta. Esta era una armadura de cota de malla que protegía al jinete y al caballo; su peso era enorme e impedía que la caballería maniobrase con velocidad, pero cuando iba a la carga era un arma demoledora. Los jinetes arqueros herían a los enemigos desde larga distancia con sus arcos compuestos, pero agotaban pronto la provisión de flechas que guardaban en la aljaba. Para evitar este inconveniente Pahlevi cargó centenares de camellos con miles de flechas; así los arqueros podrían repostar en medio del combate y continuar disparando sin tregua.
Informado Pahlevi de la ruta que seguía Craso, lo esperó junto a la corriente del Bilechas, junto a la ciudad de Niceforo.
El 9 de Junio del 53 a. C. Craso llegó al Bilechas y comenzó a seguir su curso en dirección a su confluencia con el Éufrates. Apenas había dado descanso a los soldados en los últimos días pues no quería perder tiempo. Fue entonces cuando los exploradores divisaron movimiento de caballería muy a lo lejos; sin embargo, Craso no quiso montar campamento ni defensa alguna; al contrario, optó por continuar la marcha. Cuando los romanos se fueron acercando a Niceforo apareció una gran polvareda en el horizonte; eran los jinetes arqueros partos que se aproximaban. Craso era incapaz de distinguir cuántos eran, pues la polvareda era enorme; supuso entonces que se trataba de un gran ejército.
En este momento Craso estuvo lento en reaccionar, fue incapaz de dar órdenes con rapidez, y antes lo que esperaba los arqueros partos se acercaron en destacamentos y comenzaron a disparar sus flechas contra los romanos, que a la sazón todavía estaban en orden de marcha. Las flechas caían y los heridos se contaban por centenares. Los jinetes partos nunca se aproximaban a los romanos, sino que a cierta distancia volvían grupas mientas continuaban disparando, habilidad en la que eran diestros. Así, una y otra vez iban y volvían; cuando agotaban las flechas se dirigían a los camellos, para volver de nuevo a la batalla con la aljaba repleta.
La desorganización era total y Craso, confundido, dio la orden e formar en cuadro. Esta formación solo se hacía en caso de extremo peligro, cuando todas las defensas habían sido desbordadas; proporcionaba mucha resistencia pero incapacitaba para maniobrar tácticamente. En esto Craso se equivocó, porque la infantería formada en cuadro ofrecía un magnífico blanco a los arqueros partos y no podía ofenderles porque estaban siempre fuera de su alcance.
Enojado por la situación, viendo como caían los legionarios sin poder hacer daño al enemigo, Craso tomó la decisión que lo llevaría definitivamente a la derrota; envió a su hijo Publio con los 4000 jinetes en persecución de los arqueros partos.
Ni Craso ni nadie del campo romano supo lo que ocurrió entonces; sencillamente no pudieron verlo. Publio y la caballería entró en la nube de polvo en pos de los jinetes arqueros; hubo un tiempo de incertidumbre, y después aparecieron los jinetes con catafracta llevando la cabeza de Publio clavada en una pica. La caballería e Craso había sido aniquilada.
¿Que ocurrió? Nadie lo puede saber con certeza; pero lo más probable es que Publio y sus 4000 jinetes se diesen de frente con la caballería blindada de los partos. Estos últimos eran menos pero en un choque frontal eran imbatibles. Un caballo y su jinete protegidos con catafracta podía aproximarse a la tonelada; cuando una masa compuesta por centenares de estos jinetes chocaba contra el enemigo lo desbarataba. Rota la caballería de Publio, desatado el pánico, los arqueros cumplieron su cometido abatiendo a los grupos sueltos de jinetes.
Cuando Craso vio la cabeza de su hijo clavada en una pica sufrió una profunda crisis. El efecto de esta imagen en los legionarios fue desmoralizadora; el miedo les hizo abandonar la formación y la caballería con catafracta encontró facilidad para arremeter contra los grupos sueltos y mal cubiertos.
Llegó así la noche y los partos cesaron en su acoso; Pahlevi no solo había cumplido con su misión, sino que había derrotado aquel día a Craso.
Craso tomó entonces su última decisión desastrosa; en lugar de aprovechar la tregua para cavar foso y levantar valla, ordenó retirarse no hacia Siria, sino hacia un caravansar llamado Carras que se encontraba a unos 60 km al Norte, Bilechas arriba. Hasta allí llegó lo que quedaba del ejército romano, maltrecho y sin equipaje. Como aquel lugar era pequeño y carecía de víveres Craso, después de descansar a la tropa, sin una idea clara e lo que pretendía, se dirigió a la ciudad de Sinnaca, distante un trecho semejante al anterior, situada al Noreste y provista de alimentos.
Camino de Sinnaca los partos continuaron acosando a los desesperados romanos, que cuando intentaban arremeter contra los jinetes enemigos, estos se alejaban para volver después a la carga.
Agotados y moralmente derrotados los supervivientes intentaron hacerse fuertes en un montículo algo elevado. Allí recibieron de Pahlevi la propuesta de negociar una retirada y Craso acudió junto a otros oficiales al encuentro con la delegación de los partos. Probablemente recelaba de que aquello era un engaño, pero no tenía otra opción. Allí fue muerto junto a los demás; el resto e la tropa se rindió.
Como podemos ver no siempre las legiones romanas de aquella época vencieron conforme a lo habitual. En la siguiente entrada de esta serie analizaré la derrota de Cayo Escribonio Curión a las orillas del río Bagradas cuando se enfrentó a Juba, rey de los númidas.

martes, 7 de enero de 2014

EL EJÉRCITO ROMANO DE FINALES DE LA REPÚBLICA. I

Cuando nuestra curiosidad nos lleva a interesarnos por la Historia de la República Romana hay un hecho que no deja de sorprendernos; durante el último siglo de este período los ejércitos romanos obtienen grandes victorias; más aún, Roma parece imbatible en el campo de batalla. Estas victorias se prolongaron durante los dos primeros siglos del Imperio, pero no de una forma tan infalible. A partir de la gran derrota de Teutoburgo la confianza absoluta en la superioridad de los ejércitos romanos se quebró; Roma no era invencible.
Por supuesto que esta superioridad militar tuvo unas causas concretas que se pueden enumerar y analizar. Sobre esto haré un breve comentario.
En primer lugar, a finales del Siglo II a. C. el ejército romano se profesionaliza. Esta reforma importantísima se debe a Cayo Mario, magnífico general, pero pésimo político. Resumiendo los cambios que supuso, hay que decir que básicamente consistió en abandonar la antigua milicia ciudadana, sistema por el que la Roma Republicana formaba sus ejércitos, sustituyéndola por el reclutamiento de legionarios que firmaban un contrato en virtud del cual se comprometían a combatir a cambio de un sueldo. Hay que tener en cuenta que quien los contrataba solo podía ser un magistrado con imperium. Cualquiera puede entender que tras varios años de servicio estos soldados profesionales adquirían un dominio del oficio y una eficacia enormes.
En segundo lugar hay que saber que la disciplina en las legiones romanas era una cuestión que se valoraba muchísimo. El ejército romano siempre gozó de una gran disciplina, pero al profesionalizarse esta aumentó de manera considerable, porque el soldado que firma un contrato declina parte de sus derechos de ciudadano y debe obediencia ciega a quien lo recluta. Esto supone un cambio en la mentalidad que más tarde tendrá graves consecuencias sociales y políticas que no podemos analizar aquí.
En tercer lugar, desde el Siglo II se fue produciendo un cambio en la organización de las unidades militares. El manípulo fue perdiendo importancia como unidad táctica y los movimientos en el campo de batalla tuvieron como unidad básica la cohorte. La cohorte estaba compuesta por seis centurias, es decir, por 480 soldados de infantería y 120 no combatientes de apoyo; diez cohortes formaban una legión. Al mando de las seis centurias se encontraban seis centuriones y el de más experiencia y méritos ostentaba el mando de toda la cohorte y el nombre de pilus prior. La cohorte permitió realizar movimientos rápidos y coordinados a gran escala en batallas donde intervenían muchos miles de combatientes y el frente poseía una gran longitud.
En cuarto lugar, como consecuencia de las guerras que Roma tuvo que hacer contra cartagineses, hispanos y galos, se fueron realizando una serie de cambios en el armamento del soldado de infantería. En muchos casos directamente se adoptaron armas que utilizaban los pueblos mencionados y en otros casos se realizaron reformas para adaptar las armas a la técnica de combate. Como se podrían escribir cientos de páginas sobre este tema, me limitaré a decir que probablemente la reforma más importante fue la de dotar al infante del pilum, una jabalina que en sus características se aproximaba más al dardo que al tipo usual de este arma. Por otra parte, el pilum cumplía a menudo las funciones de un arpón que quedaba inutilizado tras usarlo. Algunas de estas reformas deben atribuirse también a Cayo Mario, quien las desarrolló a través de la experiencia en el combate.
En quinto lugar, desde finales del Siglo II a. C. se procedió a transformar el procedimiento de producción de armas en dos sentidos. Por un lado se hicieron esfuerzos por uniformar el armamento de los legionarios, sobre todo desde la profesionalización del ejército que llevó a cabo Mario. El objetivo principal ya no era que el equipo del soldado mostrase el nivel social al que este pertenecía, sino que fuese funcional y utilitario; esto supuso un cambio en el diseño y la concepción de las armas ofensivas y defensivas. Por otro lado, los modos de producción de armas cambiaron hacia la producción masiva, utilizando prototipos compuestos de piezas idénticas que permitían la producción en serie y algo semejante a las cadenas de montaje.
En sexto lugar, el legionario romano se fue pareciendo cada vez más a un trabajador especializado. Cada soldado ocupaba siempre el mismo puesto y conocía perfectamente las funciones que le eran propias; actuaba siempre según un programa establecido, que tenía ensayado hasta la perfección; de tal manera, que a veces sus movimientos estaban mecanizados a fuerza de haberlos repetido muchas veces. La reacción del combatiente era rapidísima y se comportaba como una pieza más de un mecanismo que funcionaba de manera automática.
En séptimo lugar, el legionario tenía asimilado que no era un combatiente individual, sino que era una pieza más de una unidad superior que era quien realmente combatía, bien fuese la centuria en primera instancia, el manípulo en segunda, la cohorte en tercera y la legión en última. Todos y cada uno de los infantes eran conscientes de que su supervivencia dependía de actuar de manera totalmente coordinada con el grupo. Cuando Julio César narra en sus comentarios las hazañas individuales de alguno de sus soldados, lo hace siempre con intención propagandística, para enardecer a sus lectores y dejando ver que se trata de algo inusual, formidable por ser poco corriente.
En octavo lugar, en el Siglo I a. C. se fue desarrollando una técnica de combate que consistía en alcanzar la victoria en los primeros momentos del choque entre los ejércitos enfrentados. Se basaba dicha técnica en la convicción de que la victoria se consigue en el momento en que el enemigo se desmoraliza, porque entonces deja de combatir. Para conseguir una rápida desmoralización en el oponente lo más útil era provocar el pánico, es decir, introducir en la mente del enemigo la idea de que la muerte en combate es ineludible e inminente y, por tanto, emprender la huída es la única alternativa. De esta forma, las legiones obtenían la victoria en los primeros compases de la batalla; lo que venía después era una matanza de la que a menudo se encargaba la caballería auxiliar, compuesta por hispanos, galos y, en tiempos de César, por germanos. En esta técnica de combate tenían un papel esencial las armas ofensivas del legionario: el pilum y el gladius. El pilum, especie de dardo, paralizaba en seco la ofensiva enemiga y desarticulaba sus filas. Después, el gladius, más parecido a un puñal largo que a una espada, hacía estragos entre un enemigo que apenas podía defenderse. Así, el pánico se extendía como una ola entre la masa desorganizada y la huída surgía espontáneamente.

Muy resumidas, estas eran las características que hacían de aquellas legiones una máquina de guerra que era capaz de obtener la victoria fácilmente. Como veremos, no siempre fue así y, efectivamente, la excepción confirmó la regla.https://sites.google.com/site/temasdelahistoria/2

miércoles, 1 de enero de 2014

¿HACIA DÓNDE NOS LLEVA LA UE? IV

En las tres entradas anteriores de esta serie y en un par de artículos más he pretendido exponer la idea de que lo que podríamos llamar confiadamente “Civilización Europea” fracasó en el momento en que se disponía a entrar en su madurez. Este fracaso de proporciones épicas fue provocado por la incompetencia, el egoísmo y la ambición de las clases dirigentes de los Estados europeos, que a la sazón poseían el poder político y el poder económico a principios del Siglo XX. Estos dirigentes fueron incapaces de llegar a acuerdos, de ceder, de establecer compromisos que consiguiesen la solución de los conflictos por la vía pacífica. La consecuencia fue la catástrofe enorme que supusieron las dos terribles guerras que destruyeron Europa entre 1914 y 1945.
Fue, por tanto, una sociedad inmadura la que se destruyó a sí misma. Y como ocurre con todos los traumas, el que los padece procura olvidar sus causas por todos los medios a su alcance. En 1945, aquella sociedad que había cometido todos los excesos imaginables (y los seguía cometiendo en la zona oriental) fue forzada por un poder foráneo a establecer conductas de convivencia en las que la palabra guerra era tabú. Lamiéndose las heridas los europeos comenzaron a reconstruir sus respectivas sociedades intentando no meditar mucho sobre las causas de lo ocurrido. Los Estados europeos fueron obligados a colaborar, lo que no habían hecho nunca.
Aquella forma de entenderse entre ellos venía dictada por una amenaza exterior; la Unión Soviética tenía un carácter expansionista y su objetivo prioritario era engullir a toda Europa en un frente de repúblicas socialistas.
Así, de forma aparentemente natural, surgieron las instituciones comunitarias; al principio con pasos prudentes e indecisos, después con más audacia, y siempre con el beneplácito de Estados Unidos. El proyecto de integración europea y sus instituciones no surgieron como consecuencia de una demanda entusiasta de la población de Europa, sino de los acuerdos de unos grupos políticos y económicos que buscaban hacer frente común ante la propaganda y el expansionismo soviéticos.
Lo que comenzó siendo una necesidad, acabó transformándose en virtud, pues los que manejaban los hilos de la integración europea vieron pronto las ventajas de lo que se estaba construyendo, con independencia de la persistencia de la Guerra Fría. Pero, en general, la población quedó al margen de la toma de decisiones, y si en algún momento lo hizo, fue con el camino perfectamente trazado, sin debate, al modo plebiscitario.
Si los Estados europeos se comportan ahora con madurez y colaborando entre ellos, no ha sido por propia voluntad, sino obligados a ello por las circunstancias y por la presión de poderes exteriores; ni mucho menos ha sido por voluntad popular, pues la población Europea ha contemplado el proceso de construcción Europea como el que asiste a una representación teatral; se ha limitado a pagar por su butaca.
Las clases medias europeas han permanecido los últimos cincuenta años pendientes exclusivamente de mantener su alta calidad de vida; para ello han delegado todo lo que era necesario en unas estructuras políticas que a cambio de esto han conseguido tener las manos libres para hacer y deshacer sin grandes dificultades. El conflicto surge cuando en las dos últimas décadas entre los burócratas europeos se impone la idea de que para avanzar en la integración hay que hacer ciertos sacrificios que afectan sobre todo a esas clases medias.
El ciudadano medio europeo queda, por tanto, perplejo ante esta situación. Lleva más de medio siglo dejándose dirigir en las cosas importantes de los asuntos públicos y no se le ha recordado de dónde viene su situación actual, que la sociedad en la que vive tiene su origen en un trauma provocado por guerras y un fracaso general. Lo peor es que este ciudadano ha tenido como objetivo durante toda su vida el mantenimiento de una serie de derechos y garantías que, además, cree que han sido duramente conseguidos tras una feroz lucha. Nada más lejos de la verdad, pues esta calidad de vida se alcanzó porque las circunstancias políticas internacionales así lo exigían.
Y no es extraño que los ciudadanos de la UE comiencen a estar perplejos, porque ahora se les exige un esfuerzo al que no están habituados; es decir, a influir en las instituciones, a hacer uso de su soberanía, a tomar decisiones al fin y al cabo.
Hay momentos en los que una sociedad tiene que arriesgar un poco. Si el objetivo es crear un Estado federal europeo, es necesario que nos impliquemos en ello cada uno de nosotros y arrebatarle la iniciativa a una clase política demasiado preocupada por sus intereses particulares. Por el contrario, si el proyecto europeo no surge del deseo de todos, la perspectiva es salir por donde entramos, por aquella sociedad inmadura que fue incapaz de encontrar una solución a sus conflictos.

Y ahora podemos preguntarnos: ¿Sirve la Historia exclusivamente para satisfacer la curiosidad del erudito? La respuesta es no; su utilidad principal radica en ayudarnos a saber de dónde venimos, quiénes somos en realidad y hacia dónde vamos. ¿Hacia dónde nos lleva la UE?

¿HACIA DÓNDE NOS LLEVA LA UE? III

Es bastante probable que no nos equivoquemos mucho al afirmar que el primer hombre que quiso unificar Europa fue Napoleón Bonaparte; lo desagradable del asunto es que quiso hacerlo mediante la violencia, y finalmente se vio entre el yunque y el martillo de Inglaterra y Rusia. Napoleón confiaba en la adhesión de las burguesías de los reinos de Europa; y no andaba muy descaminado, aquellos burgueses vieron en el emperador el camino más corto para deshacerse de unos aristócratas altivos y egoístas. Pero cuando te impones por la fuerza suele ocurrir que encuentras resistencia, y finalmente Bonaparte encontró la derrota en Waterloo.
Desde aquella épica derrota Francia abandonó la idea de imponerse al resto de Estados europeos y pasó a la defensiva en el continente. Su mayor temor en los asuntos exteriores era la posible unificación de los principados alemanes, mientras que en el ámbito interno la preocupación más angustiosa era evitar una nueva revolución impulsada por las masas populares.
El último tercio del Siglo XIX presentó grandes oportunidades para Francia, cuando esta nación se dedicó enérgicamente a crear un imperio colonial en África, Sureste Asiático y el Pacífico. Fue aquella una época de esplendor en la que París relucía por encima de todas las metrópolis del mundo. Sin embargo, el brillo de los oropeles no ocultaba la situación real de Francia en el continente: se trataba de un Estado a la defensiva. El golpe sufrido como consecuencia de la derrota ante Prusia en Sedán era una herida que no podía cicatrizar. La humillación fue total cuando Guillermo I de Prusia se proclamó emperador de Alemania en el salón de los espejos del palacio de Versalles.
El imperio colonial fue una inyección de energía para Francia, pero de ninguna manera podía hacer olvidar a los franceses la vergüenza de la derrota de Sedán, el ominoso prendimiento de Napoleón III y la humillante ceremonia de Guillermo I en Versalles; el espíritu revanchista se había alojado en el corazón de los patriotas franceses.
Cuando el Imperio Alemán fue vencido de forma casi milagrosa en la Primera Guerra Mundial, las condiciones que Francia e Inglaterra pusieron al armisticio fueron muy poco generosas; es más, se las podría calificar de peligrosas. Las indemnizaciones de guerra exigidas a Alemania eran desorbitadas y no se tuvo en cuenta que se imponían a un Estado que se encontraba en la ruina, y al que se le habían arrebatado territorios extensos y de gran importancia económica. Aquello fue la forma más eficaz de allanar el camino hacia una nueva guerra.
A pesar de la evidente actitud agresiva del III Reich, los franceses permanecieron a la defensiva, parapetados tras sus fronteras. Aquello no dio resultado, pues el ejército alemán a finales de los años 30 era muy superior al francés y, probablemente, el mejor del mundo. Como consecuencia los franceses hubieron de sufrir una nueva humillación cuando los soldados de la Wehrmacht desfilaron por las calles de París.
En 1945, acabada la guerra y derrotada Alemania, Francia era uno de los países que había sufrido menos destrucciones de Europa; sus ciudades apenas habían sufrido bombardeos y sus infraestructuras industriales estaban poco dañadas. Aún así, hay que tener en cuenta que Francia no fue uno de los vencedores de la guerra; en la Conferencia de Potsdam, cuando se establecieron las condiciones del fin de la guerra para toda Europa, solo participaron Gran Bretaña, Estados Unidos y la Unión Soviética. A pesar de esto, Francia conservó íntegramente su territorio y sus colonias, y los ciudadanos franceses tuvieron la impresión de ser los vencedores, cuestión que es realmente importante.
Cuando Potsdam descorrió el telón de la Guerra Fría, Francia revalorizó notablemente su posición en el tablero de la Política de Bloques; se convirtió en uno de los dos pilares esenciales de la defensa de Occidente contra la Unión Soviética. Por esta misma razón Francia sería poco después, junto con Alemania Occidental, una de las bases sobre las que se apoyaba la Comunidad Económica Europea. De la misma forma, la mayoría de los acuerdos comunitarios favorecían a Francia de manera preferente. Cuando Francia hubo de abandonar sus colonias, encontró nuevas posibilidades de comercializar sus productos en los mercados comunitarios, de forma que los sectores comercial, industrial y agrario se implicaron profundamente en el proyecto europeo, gracias al cual obtenían grandes beneficios. Así fue como Francia se volvió un país muy europeísta y los revanchismos fueron arrojados al olvido. Se trataba de una sociedad próspera y satisfecha, en la que las clases trabajadoras disfrutaban de una alta calidad de vida con las garantías laborales y sociales más elevadas del mundo. Durante unas décadas Francia experimentó una gran demanda de mano de obra, y así se convirtió en uno de los países con mayor inmigración del continente; millones de personas, en su mayoría procedentes de las antiguas colonias, fueron a establecerse en las ciudades francesas.
Si existe un Estado moderado en sus pretensiones e implicado en el proyecto de la Unión Europea es Francia. Ni siquiera cuando Alemania, tras la reunificación, se ha convertido en la potencia económica más importante de Europa, se ha percibido gesto alguno por parte de Francia que insinúe dudas en el proceso de integración económica y política de la UE. Parece evidente que los sectores empresariales y financieros franceses creen que la única opción de conservar una posición privilegiada en el mundo es a través de la colaboración dentro del marco de la UE.

Pero el cielo no está tan despejado de nubes como parece. Los grupos de políticos estrechamente vinculados a las instituciones europeas presionan cada vez más para que se produzca una mayor integración; para ello alegan que de lo contrario el proyecto no será viable. Por otra parte, debido a la crisis de los últimos años y los problemas generados por la inmigración masiva, la situación social se ha deteriorado gravemente y una parte importante de la población vive en condiciones que favorecen el malestar social. Además, las decisiones que se toman en los órganos de la gobernanza europea dependen cada vez menos de la participación democrática de los ciudadanos, lo que conlleva un alejamiento de éstos del proyecto europeo. ¿Es Francia una gran incógnita dentro de la gran incógnita de la UE? ¿Es la sociedad francesa una sociedad indolente y dócil ante los proyectos integradores?¿Se trata, por el contrario, de una sociedad en espera de la que puede surgir cualquier imprevisto?