sábado, 29 de marzo de 2014

LEJANO OCCIDENTE. IV

El hombre que más empeño puso en encontrar la ciudad de Tartessos fue el arqueólogo alemán Adolf Schulten. Durante años estuvo buscando de manera obsesiva la legendaria ciudad en la desembocadura del Guadalquivir, sin encontrarla. Escribió algunas obras defendiendo sus tesis sobre Tartessos, pero todo ello basado en demasiadas conjeturas y escasísimas pruebas.
Schulten afirmaba que la ciudad de Tartessos existió realmente y fue una gran urbe que poseía un alto nivel cultural u urbanístico, además de una fabulosa riqueza. Daba por entendido que el reino de Tartessos prosperó desde finales del segundo milenio hasta el Siglo VI a. C. Por supuesto que según él la monarquía tartésica fue una institución que extendió su poder en el valle del Guadalquivir durante siglos. Todo ello argumentaba Schulten basándose en los textos de los escritores antiguos de Grecia y Roma. Por desgracia jamás encontró nada que se pareciese a un asentamiento de mediano tamaño. Encontró algunos restos de época romana, pero no mucho más; sin embargo, defendió sus posiciones hasta el final, manteniendo viva la idea de una alta civilización del extremo Occidente en tiempos en que Atenas era una población todavía sin importancia y Roma aún no había sido fundada.
Su argumento principal fue que los tartesios eran el mismo pueblo que los etruscos o tirsenos, resaltando la semejanza entre ambos vocablos. Según Schulten, tartesios y tirsenos no eran otros que los turush, uno de los "pueblos del mar" a los que se refieren los textos egipcios de finales del segundo milenio, que en compañía de otras gentes del Egeo y Anatolia destruyeron el Imperio Hitita y la civilización Micénica. (https://sites.google.com/site/temasdelahistoria/grecia-antigua )
Schulten aseguraba que aquellos turush, tras largas correrías por el Mediterráneo Oriental, emigraron a la parte Occidental de este mar; un grupo se estableció en Toscana, dando lugar a la civilización etrusca, y otro se estableció en la desembocadura del Guadalquivir, dando lugar a la civilización tartésica.
                             El arqueólogo alemán Adolf Schulten.
El objetivo de Schulten era mezclar la importancia de los mitos antiguos con datos arqueológicos verificables con el fin de construir una Historia de Tartessos digna de confianza; pero no lo consiguió, porque como hemos dicho su apasionada búsqueda por el Bajo Guadalquivir no obtuvo resultados. A Schulten no le quedó más remedio que inclinar la balanza hacia el lado de los textos antiguos, donde el creía que se encontraban recuerdos desdibujados de aquella, según él, grandiosa civilización.
En los Diálogos de Platón creyó ver reflejada una imagen de Tartessos, en concreto en los titulados Timeo y Kritias. El segundo de estos libros dice lo siguiente:
"Habían acumulado los reyes de la Atlántida riquezas en tal cantidad, que seguramente nunca antes de ellos, una casa real las poseyó en número tan grande ni las poseerá fácilmente en el porvenir. Disponían de todo aquello que la ciudad y los campos eran capaces de producir. Pues aunque era mucho lo que recibían del exterior, merced a su imperio, la mayor parte de los productos necesarios para la vida los suministraba la isla por sí sola. En primer lugar, todos los metales duros y maleables que se pueden extraer de las minas y, entre ellos, aquel que en la actualidad sólo de nombre se conoce: el oricalco (literalmente, cobre de montaña). Existía entonces, además del nombre, la substancia propia de este metal, que se extraía de la tierra en muchos lugares de la isla y que después del oro, era el metal más apreciado en aquel tiempo."
Según Schulten, los datos de este pasaje se amoldan a la estampa de Tartessos, pues la fuente principal de su riqueza eran los metales, el oro, la plata y un bronce peculiar que Pausanias conoció en el tesoro de Mirón de Olimpia con el nombre de tartéssios chalkós.
El arqueólogo alemán encontró muchas coincidencias entre la Atlántida descrita por Platón y la idea que él tenía de la ciudad y el reino de Tartessos; algunas tan peregrinas como el hecho de que en la capital de la Atlántida había dos pozos, exactamente igual que en la Cádiz histórica. Al final imagina que la civilización tartésica desaparece como consecuencia de una guerra con Cartago; muertos o desaparecidos los tartesios/ atlantes, solo quedaron sus súbditos, los turdetanos.
Tanta imaginación inclina un tanto a la sonrisa; aunque es posible que Schulten no se equivocase en todo, pues es bastante probable que a mediados del Siglo VI a. C., Cartago, viéndose heredera del imperio marítimo de Tiro, llevase a cabo una feroz campaña bélica para tomar el control de las minas de Sierra Morena y las rutas del Atlántico. Aunque quizás nunca lleguemos a saberlo con certeza, es posible que el rey Argantonio fuese el último monarca de un Estado denominado Tartessos, que a la sazón se extendería por todo el bajo Guadalquivir, la ría de Huelva, el Algarve portugués y la zona occidental de Sierra Morena, un territorio muy amplio.
                    Muralla tartésica de Ibros. Jaén.

Otro texto antiguo que utiliza Schulten para argumentar sus teorías es la Ora Marítima del poeta romano Rufo Festo Avieno. Se trata de un poema escrito en el Siglo IV d. C. que recoge información de antiguas navegaciones de los griegos en el Siglo VI a. C. En la Ora Marítima se afirma lo siguiente:
"Las tierras del extenso orbe se despliegan a lo largo y ancho, mientras el oleaje se derrama una y otra vez en torno al orbe terrestre. Pero allí donde el hondo mar salado se desliza procedente del océano, de tal suerte que el abismo de Nuestro Mar se despliega ampliamente, se encuentra el golfo Atlántico.
Aquí se halla la ciudad de Gadir, llamada antes Tarteso. Aquí están las Columnas del tenaz Hércules, Ábila y Calpe." 
El poema de Avieno continúa así:
 "Después sigue la prominencia de un santuario y, en lontananza, la fortaleza de Geronte, que lleva un antiguo nombre griego, pues hemos oído decir que en tiempos pasados a partir de ella se dio nombre a Gerión.
Aquí se encuentran las amplias costas del golfo travesío y desde el río Ana, ya nombrado, hasta estos territorios las naves tienen un día de trayecto. Aquí se halla la ciudadela de Gadir, ya que en la lengua de los cartagineses se llamaba Gadir a un lugar vallado. Esta misma ciudad fue denominada primero Tarteso, ciudad importante y rica en tiempos remotos".
Más adelante podemos leer lo siguiente:
Pero el río Tarteso, fluyendo desde el lago Ligustino, a campo traviesa, envuelve una isla de pleno con el curso de sus aguas. No corre adelante por un cauce único, ni es uno solo en surcar el territorio que se le ofrece al paso, pues, de hecho, por la zona en que rompe la luz del alba, se echa a las campiñas por tres cauces; en dos ocasiones, y también por dos tramos, baña el sector meridional de la ciudad."
El texto continúa así:
Por su parte, el monte Argentario se recorta sobre la laguna; así llamado en la Antigüedad a causa de su belleza, pues sus laderas brillan por la abundancia de estaño y, visto de lejos irradia más luminosidad aún a los aires, cuando el sol hiere con fuego las alturas de sus cumbres. Este mismo río, además, arrastra en sus aguas raeduras de estaño pesado y transporta este preciado mineral a la vera de las murallas."
El periplo continúa diciendo:
"A la ciudadela de Geronte y al cabo del santuario, como hemos explicado antes, los separa la salada mar por medio; y entre altos acantilados se recorta una ensenada. Junto al segundo macizo desemboca un río caudaloso. Luego se yergue el monte de los tartesios, cubierto de bosques.
Enseguida se encuentra la isla Eritía, de extensas campiñas, y en tiempos pasados, bajo jurisdicción púnica; de hecho, fueron colonos de la antigua Cartago los primeros en asentarse en ella. Un estrecho separa Eritía de la ciudadela del continente en tan sólo cinco estadios"
Con estos mimbres construyó Schulten su teoría sobre Tartessos y la gran civilización del Atlántico. Como carecía de pruebas, a pesar de haberlas buscado afanosamente durante años, dio por cierto muchas cosas que aparecían en los textos de Platón, Estrabón, Avieno y otros. También puso mucho de su propia imaginación. Esperaba encontrar los restos de una gran ciudad anterior a la aparición de las ciudades-estado del Mediterráneo, y una civilización anterior a la Micénica.
En cierto modo, Schulten pertenece a ese grupo de románticos anglosajones y franceses que cuando llegaban a España quedaban deslumbrados por su paisaje, sus gentes y su Historia; de alguna forma es un romántico que persigue una intuición, un sueño, sin llegar a alcanzarlo.
La civilización tartésica existió, pero no fue ni mucho menos lo que Schulten deseaba que fuese, no fue tan brillante, pero aún guarda grandes tesoros que ignoramos. Schulten trabajó mucho por encontrar su sueño, pero su esfuerzo no cayó totalmente en saco roto, como puede imaginarse. En su afán por describir con detalle lo que fue Tartessos, creó una imagen que adquirió una enorme fuerza, y a partir de ella se abrió paso un mito, muchos de cuyos elementos, han sido asumidos por la imaginación de las masas: la legendaria ciudad de Tartessos. El mito que erigió Schulten es tan potente, que continuamente aparece de forma más o menos velada en los escritos de los investigadores contemporáneos, en los libros de texto y la literatura, y en el imaginario del hombre común.

lunes, 24 de marzo de 2014

SEGUNDA RESTAURACIÓN.

Desde que la Historia dejó de ser Literatura para convertirse en Ciencia, los historiadores han tenido la costumbre de dividir los acontecimientos históricos en períodos. Esto se debe a exigencias del estudio de la materia histórica; hay que separar para discernir, hay que analizar para conocer y comparar. Todas estas actividades son propias del método científico y de cualquier disciplina que presuma de llamarse científica. De esta manera, la Historia de España aparece dividida en períodos, cuyos límites han surgido de los acuerdos a los que han llegado los estudiosos e investigadores, no sin ausencia de diferencias de opinión y encendidas polémicas. En general, podemos decir sin perder la confianza que la Historia de España se divide en ciertos períodos consecutivos que han venido a llamarse Reinado de los Reyes Católicos, Monarquía de los Austrias, Guerra de Sucesión, Monarquía de los Primeros Borbones, Primera República, Restauración Borbónica, etc.
El caso es que el período actual siempre ha sido conocido con el nombre de Democracia, nombre que pienso no es adecuado. Efectivamente el período de la Historia de España en el que vivimos comenzó en 1978, con la aprobación de la última Constitución y tras un breve tiempo de cambios conocido como La Transición. Es cierto que en 1978 se instauró en España un sistema político democrático, distinto profundamente del anterior, basado en la dictadura. Este sistema político de 1978 se organizaba como una Monarquía Parlamentaria, semejante a otras europeas. Pero imaginemos por un momento que, por deseos de la sociedad española, se decide abandonar la monarquía e instaurar una nueva república; el nuevo período histórico debería llamarse entonces Tercera República; correcto. Pero, indudablemente, o al menos seguramente, esa Tercera República sería también una democracia, con lo cual ya tenemos el conflicto, porque ¿por qué causa deberíamos denominar con el nombre propio de Democracia al período anterior, como si fuese el único período democrático de la Historia de España?

Mi propuesta es que el período de la Historia de España que ahora llamamos Democracia junto a la Transición, desde 1975 hasta hoy, debería conocerse como Segunda Restauración; no solo porque en él efectivamente un rey de la casa de Borbón volvió a reinar en España, sino porque, además, los elementos de contacto entre la Restauración de Cánovas y la Monarquía de Don Juan Carlos I son tantos, que ambas etapas parecen simétricas respecto de la línea divisoria de la Segunda República y la Dictadura del General Franco. Estoy dispuesto a discutir los detalles, pero eso sobrepasaría los límites de este comentario.

sábado, 22 de marzo de 2014

LEJANO OCCIDENTE. III

Cuando alguien tiene interés por alguna civilización ya desaparecida, siente mayor satisfacción a su curiosidad cuando puede ver alguna imagen que representa a un ser humano que vivió en aquellos tiempos y perteneció a aquella civilización. Esto ocurre porque, a fin de cuentas, el interés por la Historia es el interés por el ser humano.
Cuando intentamos acercarnos al mundo de Tartessos podemos imaginar algunas cosas; no muchas, porque aquella civilización quedó en el olvido y sobre ella se sobrepusieron otras civilizaciones absolutamente brillantes. Por esa causa, no hay nada más ilustrativo que contemplar a un auténtico tartesio en su mundo.
Esto último podemos hacerlo visitando el Museo Arqueológico de Córdoba y contemplando la Estela de Ategua. Este objeto fue hallado no muy lejos de la ciudad de Córdoba, en los alrededores de la pequeñísima localidad de Santa Cruz. Se trata de una lápida de piedra caliza de 163 x 78 x 34 cm, que a pesar de haberse encontrado sin contexto arqueológico, pertenece al Siglo VIII a. C., es decir al período inmediatamente anterior o inmediatamente posterior al comienzo de la influencia fenicia. Se ignora su función concreta, pues no parece ser parte de un enterramiento o algún tipo de monumento.
Veamos una imagen de dicha estela tal como aparece en el lugar donde se exhibe:

                                          Estela de Ategua.


Aquí podemos ver un dibujo donde se aprecia mejor lo grabado en la estela:




La imagen principal de la estela representa a un guerrero con armadura muy decorada y rodeado de sus armas: escudo, espada y jabalina. Además, aparecen otros objetos personales como un peine y lo que parece ser un espejo.
Debajo, en otra escena, puede verse al guerrero muerto y a otra persona con una mano sobre el rostro que parece llorar en el duelo. ¿Se trata del padre?¿Tal vez del hijo del difunto?
Más abajo están grabadas las imágenes de un caballo y posiblemente un perro. ¿Animales para el sacrificio?¿Animales que amaba el difunto en vida?
Debajo se ve el carro del guerrero; de dos ruedas y con un tiro de dos caballos. Junto al carro está el auriga.
Al final aparecen unos personajes que bailan una danza cogidos de la mano; posiblemente una danza fúnebre. ¿Son los deudos?¿Quizás guerreros que le acompañaron en la batalla?
A pesar de las conjeturas que es necesario hacer, es evidente que la estela de Ategua representa la imagen de un guerrero que ha muerto, probablemente un héroe caído en batalla; no sabemos si real o legendario. La estela no parece formar parte de una tumba, porque no fue hallada en un contexto funerario. ¿Qué era entonces? Para nuestro propósito esto no es fundamental, porque lo que nos interesa es que representa a un guerrero tartesio, con sus armas y sus objetos de uso diario. Pero sobre todo, lo más importante es que nos muestra el ambiente social en que vivió. Parece un hombre importante, al que muchos lloran al caer en combate. Su posesión más apreciada es su carro, conducido por un hombre de inferior categoría social, como puede verse por su inferior tamaño.
La estela de Ategua nos ofrece una idea sobre la sociedad tartésica del Bronce Final. Se trata de una sociedad aristocrática, donde la guerra constituye la actividad principal del grupo social dominante. Las armas, auténticos artículos de lujo, son los objetos más apreciados por los aristócratas, que combaten sobre un carro, artefacto que señala su rango social.
Los aristócratas tartesios serían los propietarios de la tierra y los que controlaban la explotación de las minas y la comercialización de la plata, el cobre y el estaño. Como deja en evidencia la estela de Ategua, poseían una moral heroica, cuyos máximos valores estaban en el manejo de las armas.
La Estela de Ategua es solo una más de las muchas que se han encontrado en el Suroeste de la Península Ibérica; las más antiguas, que datan de principios de la Edad del Bronce, se encuentran en la región portuguesa del Alentejo. Otras zonas donde se han hallado losas muy antiguas son el Valle del Tajo y del  Guadiana; junto al curso de estos ríos es donde ha aparecido la mayor concentración de hallazgos. Las del Valle del Guadalquivir son más recientes, perteneciendo en su mayoría a los siglos IX y VIII a. C. Aunque algunas de ellas parecen tener una función funeraria, otras muchas parecen ser hitos o marcas que señalaban los lindes del territorio bajo control de un caudillo guerrero o de una familia aristocrática. En todo caso, demuestran una continuidad en la sociedad del Suroeste, que permanece con pocos cambios desde finales del segundo milenio hasta el Siglo VIII a. C., coincidiendo con la llegada de fenicios y griegos a la zona.
                                                 Estela de Cabeza de Buey, Badajoz.


Aquella sociedad no era en absoluto pacífica; la aristocracia guerrera mantenía su posición gracias al uso de las armas y por esa razón los conflictos debían ser frecuentes. La penetración de los fenicios y después los griegos supuso la apertura de importantes mercados del Mediterráneo Oriental para la exportación de los metales de Tartessos. Los más beneficiados de esta expansión comercial fueron los grupos aristocráticos, que aumentaron su riqueza rápidamente. Esto trajo consigo una profundización de las diferencias con el resto de la población y la necesidad de mantener las ventajas conseguidas frente a los competidores y las estructuras socioeconómicas precedentes. En este sentido hay ciertos datos que nos permiten pensar que aquellos aristócratas o régulos se rodeasen de comitivas armadas, las cuales comenzaron a ser reclutadas entre las gentes de la Meseta a partir del Siglo VII a. C.
La llegada de gentes de la Meseta de lengua indoeuropea al Valle del Guadalquivir está ampliamente documentada. En tiempos de la dominación cartaginesa el río Guadalquivir era llamado Betis, y todo el curso medio y una amplia región de Sierra Morena era conocida como Beturia; nombres ambos de origen celta. Más aún, los focenses, en sus navegaciones por el Atlántico en el Siglo VII a. C. afirmaban que en lo que hoy es el actual territorio de la provincia de Cádiz habitaba un pueblo al que llamaban célticos.
Pero quizás la prueba más evidente de el establecimiento de gentes de lengua céltica en el Suroeste de la Península Ibérica la tenemos en el Libro I de la Historia de Heródoto:
"Los habitantes de Focea, por cierto, fueron los primeros griegos que realizaron largos viajes por mar y son ellos quienes descubrieron el Adriático, Tirrenia, Iberia y Tarteso. No navegaban en naves mercantes, sino en penteconteros. Y, al llegar a Tarteso, se hicieron muy amigos del rey de los tartesios, cuyo nombre era Argantonio, que gobernó Tarteso durante ochenta años y vivió en total ciento veinte. Pues bien, los foceos se hicieron tan grandes amigos de este hombre, que, primero, les animó a abandonar Jonia y a establecerse en la zona de sus dominios que prefiriesen; y, posteriormente, al no lograr persuadir a los foceos sobre el particular, cuando se enteró por ellos de cómo progresaba el medo, les dio dinero para circundar su ciudad con un muro. Y se lo dio a discreción, pues el perímetro de la muralla mide, efectivamente, no pocos estadios y toda ella es de bloques de piedra grandes y bien ensamblados."
Argantonio, rey de Tartessos, tenía un nombre indoeuropeo, concretamente de origen celta; sin embargo, las inscripciones y grafitos tartesios muestran que la lengua que hablaban los habitantes del Suroeste de la Península Ibérica no pertenecía al tronco indoeuropeo; es más, no conocemos vínculos con otra lengua e ignoramos el significado de sus palabras.
Argantonio, seguramente el único rey histórico de Tartessos, aparece con todos los atributos de aquella monarquía mítica, riqueza y longevidad, pero lleva un nombre celta.
Como hemos afirmado anteriormente, no cabe duda de que hacia finales del Siglo VII a. C. comenzaron a establecerse en el Valle del Guadalquivir grupos humanos que hablaban lenguas célticas, aunque no tenemos datos para saber cómo ocurrió exactamente. Nos hemos atrevido a decir que en un ambiente de exaltación de la actividad guerrera y fraccionamiento del territorio bajo control de una multitud de régulos, no es imposible que estos "celtas" llegasen al Valle del Guadalquivir como aliados militares de una facción u otra. Se trataría, pues, de bandas de guerreros que comenzaron a intervenir en los asuntos de la región del Suroeste, y que más tarde, tomaron el control de amplios territorios o se establecieron como élites políticas y militares que dominaban al resto de la población.
Este puede ser el caso de Argantonio, rey de Tartessos y hombre muy rico, sin duda porque tenía el control de las minas de las sierras y monopolizaba el comercio con Gadir. Pero es evidente que sus contactos iban más allá de las colonias fenicias; también trataba con los griegos de Focea, con los cuales mantenía excelentes relaciones, hasta el punto de invitarles a que se vinieran a vivir a las costas de su reino; probablemente con la intención de diversificar la oferte comercial y conseguir unos aliados industriosos y con excelentes contactos.
Según Heródoto, Argantonio en 540 a. C., año en que los persas tomaron Focea, ya había muerto; cinco años después, en 535 a. C., tuvo lugar la batalla de Alalia en la costa Norte de Córcega, en la que los cartagineses, aliados con algunas ciudades etruscas, derrotaron a los foceos y establecieron después un bloqueo en las costas de la Península Ibérica para expulsar de las rutas comerciales a los griegos.
Las noticias sobre Argantonio y su extenso reino son las últimas que tenemos sobre la civilización tartésica. Impedidos los griegos para navegar por las aguas del Atlántico y el Sur del Mediterráneo, se impone un espeso silencio. Por desgracia, los cartagineses no dejaron textos en los que poder informarnos; pero es evidente que el control cartaginés sobre el Sur de la Península Ibérica se orientó a impedir el surgimiento de un Estado fuerte y próspero en aquella región. Mucho después, en tiempos de las Guerras Púnicas, los romanos se encontraron en el Valle del Guadalquivir con un panorama político no muy distinto al de los siglos VIII y VII, multitud de régulos que dominaban una o varias poblaciones; eso sí, sometidos a la tutela de Cartago. Pero el tiempo no había pasado en balde, Estrabón consigna unas 200 ciudades en la Bética y nos informa de que sus habitantes son los turdetanos y los túrdulos, estos últimos emigrados de la Meseta. También habitaban la Bética los celtas, entre los cuales destacan dos valientes caudillos, Istolacio e Indortes según Diodoro.

domingo, 16 de marzo de 2014

LEJANO OCCIDENTE. II

A mediados del Siglo II a. C. el galorromano Trogo Pompeyo escribía en su Historiae Philippicae unas historias que conocemos gracias a que fueron recogidas posteriormente por Justino en el Epitome, en el Siglo IV d. C. Dice así:
"En las serranías de los tartesios, donde se dice que los titanes movieron guerra a los dioses, habitaban los curetes, cuyo antiquísimo rey, Gárgoris, fue el primero que inventó el uso de la miel. Avergonzado de la deshonra de su hija, que le había dado un nieto ilegítimo, procuró deshacerse de él buscándole diversos géneros de muerte. Pero de todos aquellos peligros lo salvó la Fortuna, abriéndole el camino del reino. Gárgoris empezó dejándolo abandonado; pero cuando mandó recoger el cadáver al cabo de unos días, encontraron al niño sano y salvo, alimentado por la leche de los animales salvajes. Cuando se lo llevaron a casa, ordenó que lo pusieran en un sendero angosto por donde acostumbraba a pasar el ganado. Como también de este peligro salió indemne, Gárgoris dispuso que lo arrojasen a una jauría de perros exacerbados por largo ayuno, y luego a los cerdos. Pero ninguno de estos animales le causó el menor daño; antes al contrario, algunos de ellos lo amamantaron.
 Desesperado ya de acabar con él, mandó que lo arrojasen al océano. Pero aquí se mostró claramente el favor divino, pues las furiosas olas lo devolvieron a la tierra como una nave y lo depositaron mansamente en la playa. A los pocos instantes apareció una cierva que ofreció su ubre al niño. Los efectos de tal crianza pronto se hicieron sentir, pues el pequeño adquirió tal agilidad y ligereza de pies, que competía en la carrera por montes y selvas con los ciervos mismos. Al fin fue capturado con un lazo y presentado al rey, que por sus facciones y por ciertas señales que había impresas en su cuerpo lo reconoció por su nieto, y admirado de los raros sucesos y aventuras de que había salido incólume, lo proclamó heredero de su trono.
Cuando subió a éste, fue tan gran rey que bien claro se vio que no en vano había velado por él en tantas ocasiones la protección divina. Dio leyes a su pueblo, antes bárbaro; le enseñó a uncir los bueyes al arado y a arrojar al surco la semilla de trigo; y le hizo abandonar el agreste alimento de que hasta allí se había nutrido."
Aunque el texto no lo menciona, el nieto de Gárgoris se llamaba Habis y, como el lector puede reconocer, llevó una vida semejante a la de otros fundadores como Rómulo y Remo y Ciro, rey de los persas.
Dejando a un lado los elementos propios de la literatura helenística en este bello cuento, queda claro que en la Antigüedad se tenían noticias de una monarquía legendaria en el confín occidental del mundo.
                       Bronce Carriazo, que representa a la "Señora de las bestias".

Estrabón, geografo e historiador griego de los tiempos de Augusto se refiere en sus escritos a un río que fluye en el lejano Occidente, del cual tiene noticias por otro griego, Estesícoro de Himera:
"Parece que los antiguos llamaron al río Baetis Tartessos; y que llamaron a Gades y a la isla contigua Eritia; y se supone que esta es la razón por la cual Estesícoro habló de aquel modo del vaquero de Gerión, a saber, que nació más o menos enfrente de la famosa Eritia, junto a las ilimitadas fuentes con raíces de plata del río Tartessos, en una caverna en un precipicio".
Pero Estrabón también llama Tartessos a una ciudad, que según parece se encontraba en la desembocadura del río:
"Dado que el río tenía dos bocas, se dice que en tiempos antiguos se proyectó una ciudad en el territorio intermedio, una ciudad a la que llamaron Tartessos, por el nombre del río; y al país, que ahora está ocupado por los túrdulos, lo llamaron Tartéside..." 
El mundo helenístico no tenía muy claro si Tartessos era un río, una ciudad, un reino o las tres cosas a la vez. El río Tartessos podría haber sido el Guadalquivir como creía Estrabón, pero también el Tinto, en la ría de Huelva, según se desprende de las informaciones de Avieno, poeta romano del Siglo IV d. C., en su Ora Marítima, poema que sigue el texto de de un antiguo itinerario geográfico datado hacia 600 a. C.
La ciudad de Tartessos no se ha encontrado, a pesar de largas investigaciones en toda la zona del Suroeste de Andalucía y en cuanto al reino de Tartessos, es evidente que Gárgoris y Habis son personajes míticos que carecen de personalidad real.
El mito del rey Gerión difiere un tanto de los anteriores porque, aunque se trate de un gigante de tres cuerpos, introduce ciertos elementos próximos a datos comprobables. Es un rey de las marismas del Guadalquivir que es rico en ganado vacuno y vive en la isla de Eritia. Todavía hoy son famosos los toros marismeños que pastan en las islas de la desembocadura del Guadalquivir, son los toros isleros.
Por otra parte, los romanos conocieron el islote de Salmedina con el nombre de Arx Gerontis, ciudadela de Gerión, lo que confirma la ubicación de sus dominios.
No obstante, según Estrabón, Gerión nació lejos de allí, en un abrigo rocoso cercano a las fuentes del río Tartessos, probablemente en el Alto Guadalquivir.
Los griegos, atraídos por la riqueza de aquellas lejanas tierras, quisieron vincularlas a sus mitos y sus héroes con la intención de  justificar y legitimar su presencia en el extremo Occidente. Así se forjó el mito del viaje de Hércules más allá del Estrecho de Gibraltar, dónde erigió dos columnas conmemorativas y mató a Gerión para robarle su valioso ganado.

                             Hércules combate con Gerión en un vaso griego.

La causa de que al tratar el asunto de Tartessos andemos en la oscuridad es que los textos griegos que se refieren a esta cuestión fueron escritos en su inmensa mayoría durante el Período Clásico, cuando las ciudades de Jonia habían visto cerrado el acceso al Suroeste de la Península Ibérica por el bloqueo que les había impuesto Cartago. Desde mediados del Siglo VI a. C., habiendo caído Tiro en manos de los persas, Cartago asumió la herencia de la antigua metrópoli y emprendió una feroz lucha contra los focenses y otros jonios por el monopolio de los mercados de Occidente. Al final de la pugna hubo de llegar a un acuerdo entre las partes, como suele ocurrir siempre, y los jonios se vieron despojados de sus colonias al Sur del río Ebro e impedidos para navegar por aquellas aguas. Como consecuencia, la información que se recibe en Grecia sobre el Suroeste a partir de este momento es indirecta y sesgada. El núcleo del asunto está en que el género histórico propiamente dicho nace en Grecia precisamente en este momento, y por ello la información anterior pertenece al género mitológico, siempre plagado de elementos ahistóricos.
Probablemente el concepto Tartessos solo podamos aplicarlo, siendo fieles a los testimonios seguros, a una zona geográfica en la que se desarrolló una cultura más o menos homogénea; nunca a una ciudad o a un reino. Por otra parte, el espacio cultural de Tartessos era enorme; ocupaba todo el valle del Guadalquivir, las cuencas del Tinto y el Odiel y el Bajo Guadiana, incluyendo todo el Sur de Extremadura. En la desembocadura del Guadalquivir se han encontrado más de trescientos asentamientos, pero todos ellos de escasa población. Hasta finales del Siglo VIII no se desarrolló un urbanismo complejo, siendo las viviendas anteriores de planta circular y construidas con adobe y materiales vegetales.
No obstante, y dados los hornos para la combustión de minerales que se han hallado, parece ser que antes de la llegada de los fenicios aquellas comunidades tartésicas controlaban la extracción y transformación del metal, así como las rutas comerciales del Atlántico. Esto debió ser así desde el Bronce Pleno, aunque la tecnología metalúrgica fuese rudimentaria. Los minerales se transportaban desde la Sierra de Aznalcóllar hasta Almonte, y desde Riotinto, Tarsis y otras minas hasta los asentamientos metalúrgicos de Huelva. Los minerales metalíferos servirían a los intereses de los exportadores, lo que haría que los tartesios se enriquecieran.
Con la llegada de los colonizadores fenicios y griegos hubo cambios sin precedentes en la región de Tartessos: un aumento del número de asentamientos, una notable exhibición de objetos exóticos en las tumbas y un incremento en la producción de minerales. Todo ello tuvo grandes consecuencias en la organización social y política de aquella civilización.
En la próxima entrada de esta serie veremos algunos de los logros de la cultura tartésica y el probable fin que tuvo.

miércoles, 12 de marzo de 2014

LEJANO OCCIDENTE. I

A finales del Siglo IX a. C. se escuchaban muchas historias en los puertos de Jonia. Hacía varias décadas que aquella región de Anatolia había comenzado a recuperarse económicamente, después de más de trescientos años de estancamiento comercial, y las pequeñas ciudades que se asomaban al mar bullían de gentes diversas que buscaban una ocasión para hacer buenos negocios. Se hablaba sobre todo de largos viajes a tierras lejanas, de mares desconocidos, de cosas sorprendentes, casi increíbles. Se hablaba del lejano Occidente, donde todos los días, el Sol, tras recorrer la bóveda celeste, se sumergía en las aguas del Océano, lugar terrible por desconocido. ¿Qué ocurría con el Sol en aquella lejanía? Allí permanecía escondido durante la oscura noche, hasta que, precedido de la aurora, volvía a nacer de nuevo por Oriente.
Los que más sabían de aquellos lejanos lugares eran los phoinikes, los hombres de la púrpura, que decían haber viajado a los confines de Occidente en muchas ocasiones. Se les conocía con el nombre de phoinikes porque traficaban con telas teñidas de un color rojo oscuro y brillante, el phoinix, el púrpura. Eran avezados navegantes y conocían todos los recursos de la actividad comercial, pero no muy fiables, porque a menudo raptaban a aquellos que encontraban solitarios o desprotegidos en las costas adonde arribaban. En los puertos de Jonia eran muy conocidos desde antiguo; llegaban con sus naves cargadas con objetos de marfil, vidrio, bronces, joyas de plata y oro, perfumes y telas de púrpura. Utilizaban un sistema de escritura muy eficaz para hacer rápidas anotaciones sobre los cargamentos, las mercancías, las ganancias, las pérdidas y los contratos que acordaban con los hombres de negocios. Era un sistema muy sencillo, en el que cada símbolo significaba un sonido; como los sonidos eran pocos, cualquiera podía aprender en poco tiempo a escribir. Los jonios habían copiado aquel sistema y lo habían adaptado a su lengua; muchos comerciantes lo utilizaban habitualmente y era sabido que en el Ática y la isla de Eubea también se usaba, con el resultado de que muchos hombres comunes se atrevían a hacer operaciones comerciales cada vez más complejas.
Aquellos phoinikes procedían de Tiro, de Sidón, de Biblos y de Beritus. Las historias que contaban eran escuchadas por todos con gran interés, en especial aquellas que se referían a Occidente. Según ellos, aquellas tierras eran abundantes en metales, sobre todo en plata; allí tenían su morada terribles dioses y gigantes violentos. Los hombres que allí habitaban eran extraños, de raras costumbres y, a menudo, poseedores de grandes riquezas. Muchas de las historias que contaban eran absolutamente increíbles, pero a los jonios les gustaba escucharles, ¿y por qué no?, creerles; ¿acaso no hablaban de grandes riquezas, de fáciles oportunidades de hacer buenos negocios? Muchos hombres en Jonia, en Ática, en Eubea y en Argólide soñaban con viajar a aquellas lejanas tierras donde se ponía el Sol y abundaba la plata.

                                   Barco fenicio representado en un bajorrelieve asirio.

Los habitantes del Peloponeso pusieron su granito de arena en la formación de estas historias. Ellos tenían a Heracles, antiguo héroe que vivió en una edad pasada, varios siglos atrás según la tradición. Se contaba que Heracles viajó al lejano Occidente en busca de una formidable vacada cuyo dueño era Gerión, ser de tres cuerpos que habitaba en Eritía, isla que los helenos identificaron con el lugar donde los fenicios o phoinikes, fundaron Gadir (Cádiz) a principios del Siglo VIII a. C.
Los griegos, deslumbrados por aquellas historias, las incorporaron a sus mitos y forjaron una imagen del lejano Occidente que quedaría impresa en las mentes de los hombres del Mediterráneo Oriental durante siglos.
¿Qué había de verdad en aquellas historias que contaban los fenicios? Probablemente mucho, aunque no tanto como creían los griegos del Siglo IX a. C.
Es muy posible que los fenicios llegasen al Estrecho de Gibraltar a comienzos del primer milenio a. C. Lo hicieron practicando una navegación de cabotaje a lo largo de la costa del Norte de África. Esta forma de navegar consiste en no alejarse nunca de la costa, manteniéndola siempre a la vista. Se navega durante el día a vela si es posible, o a remo si el viento no es favorable; cuando cae la noche, se fondea en una cala o lugar protegido del oleaje y el viento; si el sitio es apacible, los marinos pasan la noche en la playa o en un lugar cercano, si por el contrario el sitio no es seguro, la tripulación duerme a bordo, haciendo turnos de guardia.
Así llegaron los fenicios al Sur de la Península Ibérica. En sus viajes dibujaban a ojo la silueta de la costa y señalaban los lugares más adecuados para fondear, hacer aguada y otras cosas más. De esta sencilla forma se establecieron las primeras rutas marítimas a Occidente, instrumentos prácticos para exploradores, comerciantes y aventureros.
Probablemente las primeras expediciones exploratorias de los fenicios en la Península Ibérica tuvieron lugar en el Siglo X a. C. No obstante, hay que descartar por falsas las informaciones que ofrece el Libro I de los Reyes, cuando afirma que el rey Hiram de Tiro enviaba junto a Salomón una flota mercante a Tarsis en el Siglo X. Las investigaciones arqueológicas han demostrado que las referencias a estos viajes se corresponden con los siglos VIII y VII a. C.(https://sites.google.com/site/temasdelahistoria/rey-josias).
Uno de los objetivos principales de estos viajes de exploración era la búsqueda de metales. El cobre, el estaño, la plata y el oro atraían el interés de aquellos navegantes, ya que alcanzaban altos precios en los mercados de Oriente. Además, las ciudades de la costa de Siria y Líbano eran grandes centros de manufacturas y la demanda de materias primas de origen metálico era muy alta.
Ya en el Siglo IX los marinos de la ciudad de Tiro hicieron exploraciones por el Atlántico; su intención era establecer un enlace con la ruta del estaño, que partiendo de las Islas Británicas, dirigiéndose hacia el Sur por la Bretaña Francesa, el Golfo de Vizcaya, Galicia y la costa portuguesa, llegaba hasta la desembocadura del Guadalquivir. Fue entonces cuando aquellos navegantes comenzaron a establecer relaciones comerciales regulares con los habitantes de la Península Ibérica. Quiso la fortuna que en aquellas tierras se encontrasen riquísimos yacimientos de cobre y plata, origen de las historias fabulosas que se contaban en los puertos de todo el Mediterráneo Oriental.
A principios del Siglo VIII los tirios decidieron fundar una base de operaciones en el Atlántico, que conectase con el final de la ruta del estaño, estuviese cerca de las minas de cobre y plata del Suroeste y lo más próxima posible a la desembocadura del Guadalquivir. Primero intentaron establecerse en la ría del Odiel, pero, consultados los dioses y siendo desfavorable la respuesta, optaron por hacerlo en una isla poco más hacia el Sureste, a la que los griegos llamaron Eritia. En aquel lugar fundaron el puerto de Gadir.
Dejando aparte la cuestión de los oráculos divinos, es bastante probable que los tirios se viesen rechazados por algún sector de la población indígena que no deseaba que aquellos extranjeros se estableciesen en la ría de Huelva. Gadir se encontraba en un lugar algo más apartado y era de más fácil defensa al tratarse de un grupo de islotes. Los habitantes de la zona utilizaban desde siglos antes la ruta del estaño y poseían el control de las ricas minas de Huelva; es, por tanto, muy posible que no viesen con buenos ojos como aquellos inteligentes y sagaces comerciantes les disputasen parte de los beneficios que generaban la extracción y el tráfico de los metales.
Desde la fundación de Gadir el control e las rutas del Atlántico fue evidente con la funación de las rutas de Castro Marim en la desembocadura del Guadiana y de Rocha Branca en el Algarbe. En este último enclave junto a la cerámica fenicia de barniz rojo y gris aparece otra hecha a mano, lo que sugiere una estrecha convivencia con la población indígena. En el estuario del Sado también aparece otra factoría fenicia. En la desembocadura del Tajo destaca el yacimiento de Quinta do Almaraz sobre un espolón saliente de la bahía que entonces formaba el río. En el mismo casco antiguo de Lisboa se han encontrado restos fenicios, y en el entorno de la ciudad; en el lugar llamado Alcac,ovas de Santarem la ocupación llegó hasta el Siglo II a. C. También encontramos en la desembocadura del Mondego los asentamientos de Santa Olaia y Conímbriga, dudosos en cuanto a fenicios u orientalizantes.(https://sites.google.com/site/temasdelahistoria/colonizacion-fenicia-y-griega).
Podemos deducir de lo anteriormente dicho que la convivenvia con los indígenas de la Península Ibérica fue buena en gran medida, aunque sin duda las tensiones también existieron.
                            Rutas del estaño en la Península Ibérica.

Gadir se convirtió en el puerto donde confluían todas las rutas del Oeste de Europa y lo que en un principio fue una pequeña colonia acabó siendo una gran ciudad que mantenía constantemente una febril actividad comercial y manufacturera. Los griegos, deseosos de asomarse a aquel escenario que prometía riqueza y desarrollo no tardaron en vincular la brillante ciudad del Atlántico con el más legendario de sus héroes nacionales, Heracles (Hércules) al identificar los islotes de Eritia con el lugar donde habitaba el rey Gerión, el de las hermosas vacas.
En la próxima entrada de esta serie veremos quiénes eran los habitantes indígenas del lejano Occidente y como fueron influidos por el contacto con los navegantes del Mediterráneo Oriental.

martes, 4 de marzo de 2014

CURSUS HONORUM. V

Trepar en la escala social, ésta era la verdadera pasión de los romanos. El sistema republicano enardecía el deseo de competir de los individuos. Sujetos los miembros de la nobilitas a las exigencias de la familia y el linaje, eran los hombres que carecían de antepasados ilustres los que más empujaban hacia arriba; no tenían deudas y obligaciones con el pasado, con la dignitas de sus padres.
Después de los grandes cambios económicos y sociales que fueron consecuencia de la conquista del Mediterráneo, las oportunidades de acceder a la clase senatorial y ascender en el cursus honorum aumentaron para muchos que procedían de orígenes oscuros o carecían de un gran patrimonio.
La situación de la plebe rústica era insostenible a finales del Siglo II a. C. El prolongado servicio militar obligatorio y el estado de guerra permanente había arruinado a los pequeños y medianos campesinos, que eran la cantera de reclutamiento del ejército. En el asedio de Numancia ya se había comprobado que la calidad de las levas había disminuido drásticamente; un puñado de numantinos había tenido en jaque al ejército más poderoso del mundo conocido, algo no andaba bien.
Durante la Guerra de Yugurta la situación se reprodujo; el ejército no era eficaz, los mandos estaban más pendientes de lo que ocurría en el Senado que del campo de batalla. El descontento en la tropa era patente; muchos campesinos estaban cargados de deudas, era habitual perder la propiedad y acabar en la indigencia. ¿Cómo es posible luchar por el Estado cuando los acreedores golpean a diario nuestra puerta?
El fracaso del programa político y económico de los hermanos Graco había sido un golpe durísimo para las esperanzas de las clases populares, pero sobre todo para los aliados de Italia, que vieron como la posibilidad de obtener los derechos de ciudadanía se esfumaba. En aquel ambiente de asfixia política la aparición en la frontera transalpina de los cimbrios y los teutones provocó una situación explosiva. Los bárbaros derrotaron en varias ocasiones a los ejércitos consulares; la peor catástrofe fue la de Arausio, donde murieron unos 80000 soldados romanos.
Aquel era el momento adecuado para que surgiese un salvador de la República, un hombre con carisma, que fuese capaz de vencer la amenaza exterior y diese nuevo aliento a las reivindicaciones de las clases populares. El pueblo deseaba un líder que resolviese los problemas que aparentaban no tener salida. Este hombre fue Cayo Mario.
Mario era un caballero rústico, un hombre de la clase media que empezó desde abajo. Escipión Emiliano se fijó en él cuando era un simple soldado en la Guerra de Numancia. Sus primeros pasos en el cursus honorum los dio de la mano de Quinto Cecilio Metelo Numídico, de quien era cliente. Con la ayuda de su patrón presentó su candidatura a tribuno de la plebe para el 120 a. C. Sin embargo la familia de los Metelos entendió que actuaba con deslealtad en el cargo y le retiró su confianza.
Para seguir trepando en el cursus honorum acudió a sobornos y corruptelas; finalmente fue pretor en 116 a. C. y propretor en Hispania Ulterior en 114 a. C. Como sus orígenes carecían absolutamente de nobleza, contrajo matrimonio con Julia, patricia y tía de Julio César.
Su gran oportunidad llegó cuando Quinto Cecilio Metelo fue nombrado cónsul en 109 a. C. y enviado a Numidia para hacerle la guerra a Yugurta. El caso es que Metelo, después de acusar a Mario de falta de fidelidad, lo admitió de nuevo en su confianza y se lo llevó con él a Numidia como legado. Allí Mario volvió a ser desleal, pues aprovechó para enviar cartas al Senado desprestigiando la conducta de Metelo en la guerra. A base de intrigas, medias verdades y alguna difamación consiguió ser elegido cónsul para el 107 a. C. y relevó en la conducción de la guerra a su antiguo patrono. Los Cecilios Metelos estaban furiosos y lo tachaban de rústico e ítalo.
Cayo Mario comenzó a convertirse en un personaje popular, sobre todo tras derrotar a Yugurta.

                                          Cayo Mario

Cayo Mario, el hijo de un rico agricultor de la pequeña localidad de Arpino, un rústico, un simple caballero, había puesto en ridículo a la aristocracia senatorial, a los Cecilios Metelos. Inevitablemente las clases populares se identificaron con él; no era un miembro de la nobilitas como los hermanos Graco, era un auténtico popular; o más bien era un auténtico trepador en el cursus honorum. En todo caso su ambición no tenía límites.
Como los ejércitos consulares habían sufrido varias derrotas ante los cimbrios y los teutones, el pueblo creyó firmemente que el único hombre capaz de salvar a Roma de la catástrofe era Cayo Mario; por esa razón, y en contra de la ley y la costumbre, fue elegido cónsul durante cinco años consecutivos, desde 104 hasta 100 a. C. Durante ese tiempo Mario derrotó a los germanos y llevó a cabo la tarea más importante de su vida: la reforma del ejército.
Esta reforma la hizo acuciado por la necesidad más que por voluntad propia. Cuando se vio ante el reto de acabar con el peligro de los cimbrios y los teutones no recibió colaboración alguna de los oligarcas del Senado; al contrario, hicieron todo lo posible para que Mario no pudiese reclutar un ejército lo suficientemente numeroso para garantizar la victoria.
Entonces Mario empezó a reclutar las tropas por medio de enrolamientos voluntarios entre los proletarios y también entre los aliados no ítalos y provinciales. Esto significó la transformación del ejército romano de milicia ciudadana en un ejército profesional. Este ejército tenía sus propios intereses de clase, vivía de la paga y de su parte en el botín de guerra. El comandante (imperator) podía conducir un ejército así a donde le pareciera oportuno. Apoyándose en él, se convertía en una fuerza política, que ya no se podía dejar de tener en cuenta. El ejército profesional surgido de la reforma de Mario se convirtió en el principal instrumento de la caída de la República.
Mario venció a los cimbrios y los teutones, pero puso a la República de Roma en el sendero de su descomposición. Durante la primera mitad del Siglo I a. C. el cursus honorum quedaría vacío de contenido, reducido a una simple expresión formal; poco a poco el acceso a los cargos públicos se alcanzaría cada vez más gracias a los vínculos individuales, a la capacidad de movilizar clientelas y bandas armadas y a los recursos económicos necesarios para reclutar y equipar un número elevado de legiones. La ley dejó de aplicarse con cualquier excusa y los magistrados comenzaron a actuar como meros agentes de los poderosos, de los que poseían el dinero y la influencia. Las familias de la oligarquía fueron incapaces de evitar que algunos de sus miembros intentasen violentar el orden para auparse sobre los demás.
En 100 a. C. Cayo Mario, en su sexto consulado, hizo un pacto con Lucio Apuleyo Saturnino, tribuno de la plebe, y Cayo Servilio Glaucia, pretor. La idea era continuar con el programa político de los Graco con grandes dosis de demagogia, dar un impulso a la reforma agraria, extender la ciudadanía a los ítalos y acabar con el sistema oligárquico; a cambio de su apoyo, Mario recibía tierras para repartir entre sus veteranos. Sin embargo, la violencia de Saturnino y Glaucia provocó que el Senado ordenase a Mario que defendiese la República y acabase con el terror de Saturnino.
Aquí demostró Mario que carecía de ideas políticas claras; su vocación era escalar, utilizando los cargos públicos como simples peldaños y soportes, desde los cuales se podían manejar los hilos de la República. Otros muchos hicieron otro tanto; el mismo Saturnino era un miembro más de la nobilitas que utilizaba la demagogia para conseguir sus objetivos personales. Mario cambió de bando y se enfrentó a Saturnino y Glaucia; el conflicto acabó con la muerte de los populares a manos de las bandas de aristócratas armados.
Tras el violento fin de Saturnino, Mario quedó en mal lugar ante los populares, pero tampoco obtuvo la confianza del partido senatorial; había quedado en tierra de nadie y sin apoyos. Ante los oligarcas Mario había pasado a un segundo plano, habían comprobado que en último término deseaba la aprobación de las clases aristocráticas. Por esta razón, cuando necesitaron de un militar que ajustase las cuentas al rey Mitrídates del Ponto, pensaron en Sila y no en Mario. Aquella era una gran oportunidad de volver al primer plano de la política que se le escapaba a Mario de las manos. Furioso, volvió a acercarse a los populares a través del tribuno de la plebe Publio Sulpicio Rufo y consiguió que la asamblea le otorgase el imperium consular necesario para dirigir la guerra contra Mitrídates. Lucio Cornelio Sila se negó a aceptar las decisiones de la asamblea y marchó sobre Roma con las seis legiones que tenía reclutadas; las represalias contra los populares fueron terribles, pero Mario consiguió huir a África. Sila fue elegido Cónsul para el año 88 a. C., con el mandato de hacer la guerra a Mitrídates.
                                         Lucio Cornelio Sila.

  La República se tambaleaba, pues la fuerza de las armas se había impuesto por primera vez a las decisiones del Pueblo de Roma. No obstante el partido de los populares estaba muy lejos de caer en el desánimo; Lucio Cornelio Cinna, popular, fue elegido cónsul para el 87 a. C., mientras Sila, acabado su consulado, ponía rumbo a Oriente dispuesto a vencer al rey Mitrídates.
Por aquel tiempo Mario había cincelado profundamente su perfil público, quizás demasiado para su gusto, pero ya no tenía alternativa, era el militar preferido de los populares, en él habían puesto sus esperanzas los équites, los proletarios urbanos, la plebe rústica y todos los ítalos que hacían causa común con los anteriores en muchos asuntos. Hasta tal punto esto era así que a los populares se les conocía como marianistas.
Con el apoyo de Cinna en Roma, Mario decidió dar un golpe definitivo al partido aristocrático; reclutó un pequeño ejército en África, donde tenía muchos partidarios, y marchó sobre Roma. Allí se le unió una multitud de esclavos y desató una violenta represión contra los partidarios del ausente Sila; durante unos días se comportó como un auténtico tirano populista y el terror se adueñó de la urbe. Decidido a  obtener todo el poder, presentó su candidatura para el consulado del 86 a. C. y fue elegido por una asamblea totalmente manipulada por grupos violentos de marianistas. Fue su séptimo consulado, pero no pudo disfrutar de él, porque murió repentinamente en Enero del 86 a. C. Su comportamiento en los últimos meses había sido tan brutal que el mismo Cinna y otros populares, tras su muerte, emprendieron una campaña para aniquilar a los marianistas. Estos últimos, organizados en grupos, se dedicaron al bandidaje durante un tiempo, hasta que fueron capturados o muertos por sus mismos correligionarios.
Cayo Mario siempre consideró el sistema y procedimiento del cursus honorum como un estorbo y durante toda su vida no hizo otra cosa que ignorarlo y violarlo. ¿De qué otra manera aquel hijo de un agricultor de Arpino podría haber sido cónsul en siete ocasiones? Mario deseó desde siempre ascender en la escala social, pero nunca entendió el sistema de la oligarquía senatorial, él mismo siempre se consideró un advenedizo. Políticamente fue de un lugar a otro con la intención de medrar y conseguir el poder, que era aquello que más amaba. Fue líder popular un poco a la fuerza, cuando la nobilitas lo rechazó definitivamente, no porque fuese un hombre nuevo, que lo era, sino porque no respetaba las reglas del juego y tenía una ambición sin límites.
La Historia posterior de la República es el relato de un cuerpo en descomposición y de la lucha despiadada entre los que desean ocupar el primer puesto sin permitir compañeros de viaje. Pero esa es otra historia que quizás algún día contaré, con más detalle, como se merece.