viernes, 30 de mayo de 2014

COMENTARIOS SOBRE ESPAÑA. I

Solo en una ocasión anterior a la actual, se debatió tanto sobre la sustancia y el ser de España; esto ocurrió tras la pérdida de las colonias de Cuba, Puerto Rico, Guam y Filipinas en 1898. En aquella ocasión un grupo de intelectuales y escritores, conocidos como la Generación del 98, se dedicó a reflexionar sobre los españoles, su Historia, su forma de entender la vida y la construcción política que habían llevado a cabo durante siglos.
Hoy en día el instrumento que agita las aguas del concepto de España no es la reflexión intelectual, sino la ambición descarnada, la demagogia más tosca y un torbellino de odios y rencillas alimentados día tras día, año tras año.
Veo conveniente, por tanto, que la reflexión se imponga al elemento irracional o a los argumentos interesados. Por ello me referiré en este Comentario a un tema que ha surgido últimamente en la prensa y en ciertos debates públicos; se trata del momento en que fue fundado el Estado Español, concepto que creo que hay que diferenciar del de Nación Española.
Porque el concepto de nación siempre ha sido difuso; ¿ qué vincula a los individuos que pertenecen a una nación?, ¿la genética?, ¿la lengua?, ¿las tradiciones? Y la hipotética existencia de estos vínculos, ¿tiene como consecuencia necesaria que todos los individuos que participan de ellos deban organizarse políticamente en una sola entidad?
El concepto de nación es absolutamente escurridizo por consistir en una abstracción cuyos trazos recuerdan muy lejanamente un fugitivo objeto.
Otra cosa es el Estado. El Estado es algo que se afirma sobre la tierra, posee herramientas y reglas muy precisas, tiene voluntad de mando y no permite agresiones. El Estado existe sin lugar a dudas, utiliza símbolos que lo representen y es susceptible de adjudicársele una fecha de nacimiento y otra de muerte.
Alfonso VI de León y Castilla se hacía llamar "Emperador de Hispania". Como argumento a favor de este título exponía que, excepto Navarra, Aragón y los condados catalanes, todos en la Península le pagaban tributos. De esta manera se convirtió en el rey más rico de su tiempo. La mayor parte de estos ingresos procedían de los tributos que pagaban anualmente los reinos musulmanes de la Península; estos pagos se denominaban parias.
Aunque Alfonso VI encontrase placer en ser conocido como "Emperador de Hispania", estaba muy lejos de su intención anexionarse los reinos musulmanes, conocidos con el nombre de taifas. Prefería obligarles a pagar, ofreciéndoles su protección; en caso contrario, los amenazaba con hacer incursiones de saqueo, arrasar sus campos y apresar a centenares de cautivos. Otra amenaza que se podía esgrimir era apoyar a la facción contraria a la familia reinante en aquel momento. Tanto es así, que cuando conquistó Toledo, lo hizo solamente porque pensó que no le quedaba otra alternativa, pues la situación social y política de aquella taifa era tan explosiva que peligraba el cobro de tributos. No tenía, por tanto, intención de crear un proyecto de Estado que abarcase toda la Península Ibérica, aunque no dudó en hacer toda la propaganda posible tras la conquista de Toledo el 25 de Mayo de 1085, afirmando que al recuperar para la cristiandad la antigua capital del reino visigodo, se establecía un vínculo entre aquella desaparecida monarquía y su corona.
El conflicto radicaba en que en la Península había otro rey que tenía también pretensiones de grandeza; éste era Al-Mutamid, rey de la taifa de Sevilla. Al-Mutamid pagaba de muy mala gana las parias a Alfonso VI, sobre todo porque se veía a sí mismo como un rey tan poderoso o más que aquel. La Taifa de Sevilla había ido incorporando extensos territorios a su dominio, en especial la ciudad de Córdoba, antigua capital del Califato, conquista que cubría de prestigio a Al-Mutamid y lo presentaba como posible emir de todo Al-Andalus.

Taifa de Sevilla y su expansión en el Siglo XI.

En resumidas cuentas, la taifa de Sevilla era un reino rico y poderoso que había aumentado su territorio extraordinariamente en solo cincuenta años. Era, por tanto, natural que Al-Mutamid desease dejar de pagar el tributo a Alfonso. Sin embargo, las dudas asaltaban a Al-Mutamid; aunque conocía perfectamente los acontecimientos que habían desembocado en la conquista de Toledo por parte de Alfonso, y que éste no tenía intención de conquistar Sevilla, dudó de las intenciones del rey cristiano y se sintió amenazado. Así pues, Al-Mutamid se movía entre el miedo y la ambición.

Que Alfonso tuviera previsto conquistar Córdoba era bastante probable, pero que tuviese intención de hacer lo mismo con Sevilla ya no lo era tanto. En principio porque le interesaba más cobrar las parias que un reino tan rico le pagaba desde hacía mucho tiempo, pero también porque carecía de recursos humanos para mantener en su poder un reino tan extenso y poblado en el que habitaban pocos cristianos en relación al número de ellos que residían en la ciudad de Toledo. Mantener sometida a una población tan numerosa y mayoritaria de musulmanes parecía difícil en unos tiempos en los que los Estados tenían escasos instrumentos de control. Más bien lo que Alfonso contemplaba era debilitar al reino de Al-Mutamid troceándolo, ya que en los últimos años había experimentado una gran expansión a costa de otras pequeñas taifas.

En 1086 Al-Mutamid creía que había llegado el momento de dejar de pagar las parias y devolver a los cristianos al otro lado del Sistema Central, pero como sabía que la empresa no era fácil hizo una solicitud formal para que los almorávides entraran en la  Península Ibérica, y estos aceptaron la invitación.
Aquí cometió Al-Mutamid una gran equivocación que a la postre le costaría el trono. Esta fue la segunda ocasión en que desde la Península se solicitó ayuda a los amos del Norte de África. En ambas ocasiones y en las que siguieron después el resultado fue siempre letal para los solicitantes. La primera vez fue cuando la nobleza visigoda del partido de los hijos de Witiza llamó en su ayuda a Muza, emir de África, hombre que debía todos los honores de que disfrutaba a la familia de los Omeyas. El asunto se saldó con la desaparición del reino visigodo y el sometimiento de Hispania a los nuevos señores venidos de Oriente. Sin embargo, la masa de invasores, los que realmente llevaron a cabo la conquista fueron los bereberes, es decir, norteafricanos.
                 Caballería musulmana dirigiéndose al combate.

En 1086 fueron los almorávides los que oyeron la llamada de auxilio que procedía de la Península Ibérica. 

Los almorávides, nombre que significa “unidos para la guerra santa” eran una secta islámica que tenía su origen entre las tribus de tuaregs del Sahara occidental; allí el faqih Ibn Yasin había predicado una versión simple, ascética y militante del Islam y en unas décadas los almorávides habían creado un estado teocrático que abarcaba todo el Sahara occidental, el norte de Senegal, oeste de Argelia y Marruecos. Ese mismo año de 1086 el emir Yusuf Ibn Tasufin cruzó el estrecho de Gibraltar y desembarcó en Algeciras acompañado del temible ejército almorávide. Poco después se reunieron con las tropas de los reinos de taifas y se dirigieron a Extremadura, donde el día 23 de octubre de 1086 derrotaron en la batalla de Sagrajas al ejército de Alfonso VI.

En este momento es cuando Alfonso VI decide verdaderamente cambiar de estrategia orientando la cruzada hacia la zona del levante. Repuesto de la derrota de Sagrajas, y con el apoyo papal, toma el castillo de Aledo, en Murcia, desde donde acosa a las Taifas andalusíes con renovado empeño.

Al-Mutamid y los otros reyes de taifas sintieron miedo con estas novedades, pues sabían bien que Alfonso buscaba ahora la venganza y no pararía hasta destronarlos. Por esa razón el rey de Sevilla llamó de nuevo a Yufuf Ibn Tasufin para que le acompañase en una campaña contra los cristianos. Tasufín ya había empezado a hacerse un concepto muy negativo de los reyes de Al-Andalus, los consideraba poco piadosos y nada cumplidores con los preceptos del Islam; aún así acudió.

En 1088 Ibn Tasufin cruzó de nuevo el estrecho con su ejército de almorávides y en unión de los reyes de taifas se dirigió a la fortaleza de Aledo, bastión fronterizo de Alfonso desde donde amenazaba a los andalusíes. El asedio del castillo de Aledo fue largo y frustrante para los ejércitos musulmanes porque los cristianos no se rendían y combatían a la desesperada. De Murcia vinieron técnicos en poliorcética que construyeron máquinas e ingenios de asalto, pero todo fue inútil, los asediados resistían y la moral de los musulmanes decaía rápidamente dando lugar a disputas entre ellos. Lo que más daño hizo al bando asaltante fue la deserción de los reyes andalusíes que veían como se prolongaba la campaña sin resultados, mientras ellos estaban ausentes de sus dominios. En esas circunstancias Alfonso VI se presentó ante el castillo con un poderoso ejército y los almorávides viéndolo todo perdido se retiraron.
Sin embargo en el año 1090 las cosas se torcieron de forma irremediable cuando Yusuf Ibn Tasufin desembarcó por tercera vez en la Península Ibérica dispuesto a destituir a todos los reyes de taifas y anexionarse todo el territorio de Al-Andalus. El emir almorávide pensaba que las taifas eran incapaces de defenderse a sí mismas, debido a su corrupción, su abandono de la recta religión y su falta de ánimo combativo. Creía que la pérdida de los territorios de Al-Andalus en manos de los cristianos era cuestión de poco tiempo y que su deber como buen musulmán era preservarlos en la verdadera fe.
Al-Mutamid fue destronado y enviado al exilio y los almorávides se hicieron dueños de todas las taifas. Con ello la suerte da un cambio definitivo para Alfonso VI ya que se verá obligado a permanecer a la defensiva durante el resto de su reinado y sufrirá varias derrotas en múltiples enfrentamientos con los africanos; la más dolorosa, la de Uclés, en el año 1108, durísima batalla en la que murió Sancho Alfonsez, hijo de Alfonso VI y heredero de las coronas de León y Castilla. A principios del verano del año siguiente moría el rey Alfonso, cansado de guerrear, con el reino amenazado por un enemigo implacable y sin un descendiente masculino al que entregar la corona. 
Aún así, el balance de su reinado no fue totalmente negativo. Es cierto que los almorávides sometieron a los reinos cristianos de la Península Ibérica a una época de violencia y lucha frenética que no se recordaba desde los tiempos de Al-Mansur, pero a cambio la Reconquista se orientó hacia levante, donde en el siglo venidero se pondrían las bases para la definitiva conquista del valle del Guadalquivir; por otra parte, Al-Andalus entraría con la invasión africana en una fase de inevitable decadencia cultural marcada por la imposición del fanatismo religioso.
Por otra parte hay que considerar que la llegada de los almorávides a la Península Ibérica tuvo grandes consecuencias que hicieron que los acontecimientos históricos se orientasen en un sentido concreto. Podemos decir que esta invasión norteafricana retrasó la Reconquista durante unos 130 años; de hecho, sin la intervención de los almorávides y los almohades, los reinos musulmanes podrían haber sido anexionados en conjunto a principios del Siglo XII. Castilla no hubiera tenido rival entre el resto de los reinos cristianos y hubiese acaudillado la reunificación del territorio peninsular. Pero esto último pertenece al terreno de la especulación, no de la Historia.

domingo, 18 de mayo de 2014

LEJANO OCCIDENTE. VI

En un lugar cercano a las minas de plata de Riotinto, conocido con el nombre de Cerro Salomón, se levantaba en el S. VII a. C. un poblado minero cuyos habitantes trabajaban la mena de plata en sus propios domicilios. Allí se han encontrado escorias, residuos de fundición, piedras-martillo y moldes de arcilla; objetos relacionados con la actividad metalúrgica. Las casas, aunque construidas con piedra, carecían de cimientos, y  los techos eran frágiles.
En la misma provincia de Huelva, en San Bartolomé de Almonte, junto al camino que iba de las minas de Aznalcóllar a Gadir, había otro poblado de metalúrgicos semejante al anterior, aunque en este caso las viviendas eran sencillas chozas. En ambos lugares, y en otros próximos a Riotinto, se producía el metal con las técnicas anteriores a la fundación de Gadir. El asentamiento de la actual ciudad de Huelva también era un centro metalúrgico donde se trabajaba el metal extraído de las minas de Riotinto.
Con la llegada de los fenicios a la Península Ibérica la producción de metales aumentó considerablemente. El aumento que experimentó la demanda de metales estimuló a las poblaciones indígenas a extraer mayores cantidades de plata y cobre y se fueron introduciendo mejoras tecnológicas que trajeron consigo los colonizadores del Mediterráneo Oriental. La fundación de Gadir supuso un enorme impulso al desarrollo de la actividad metalúrgica y el comercio, ya que los mercaderes fenicios utilizaron aquel puerto como base desde la que acceder a las rutas del estaño y gran centro comercial al que afluía gran parte de la producción de plata y cobre de las sierras de Huelva.
Esta nueva situación trajo consigo cambios en la vida de los tartesios. En las colinas de Huelva y junto a los estuarios de los ríos Tinto y Odiel se puede observar cómo en esta época los tartesios adoptan técnicas de construcción propias de los fenicios. Estos fenómenos de penetración de la cultura fenicia también pueden comprobarse en el Bajo Guadalquivir y en el estuario del río Guadalete, frente a Gadir. Los asentamientos tartésicos más importantes del Siglo VII a. C. son los de Asta Regia, Cerro del Carambolo, Cerro Macareno, Carmona, Montemolín, Mesa de Setefilla, Los Alcores, Huerto Pimentel (Lebrija) y Alhonoz, todos ellos en la provincia de Sevilla. En la provincia de Córdoba destacan Colina de los Quemados, Llanete de los Moros (Montoro), Ategua y Torreparedones.
Uno de los primeros poblados que se fortificó tras la llegada de los fenicios fue Tejada la Vieja, en Huelva, que se convirtió en centro de distribución del metal procedente de Riotinto, tanto para los tartesios como para los fenicios. Otros asentamientos siguieron el ejemplo y se fortificaron.
Los fenicios cargaban sus naves con unas grandes vasijas decoradas con bandas en las que transportaban aceite de oliva y vino; estos productos eran intercambiados por metales y grano de los tartesios.
Más tarde, desde Gadir y otras colonias, los fenicios introdujeron artículos de lujo como joyas, cajas y peines de marfil, botellas de cerámica o vidrio con perfume, platos y jarras de bronce, utensilios de hierro y telas finas.
         Anillo fenicio encontrado en la ciudad de Cádiz con el emblema de los dos delfines.

Estos artículos fenicios eran caros y exclusivos, por lo que solo un número reducido de personas tendría medios suficientes para adquirirlos. Estos consumidores de artículos de lujo eran fundamentalmente los miembros de la aristocracia tartesia, que se enorgullecían de poder distinguirse llevándose a la tumba valiosos objetos parecidos a los de los colonizadores.
Los grupos sociales en el mundo tartésico estaban claramente diferenciados. Destacaban los príncipes guerreros; armados con una variada panoplia de bronce, que en aquel tiempo debía ser muy cara. Otro de los objetos que los distinguían del resto de la población era la posesión de un carro de guerra, tirado por un par de caballos y conducido por un auriga. Controlaban la explotación de los recursos mineros, las vías de transporte del metal y los tratos comerciales con los fenicios. Ellos fueron los que más se aprovecharon de los contactos con los colonizadores del Mediterráneo Oriental y, sin duda, colaboraron con ellos en beneficio de los intereses mutuos. Imitaron desde muy pronto el modo de vida de los extranjeros y con los abundantes recursos que obtenían de los intercambios comerciales adquirieron multitud de objetos. Aquel grupo social dirigente comenzó a construirse viviendas al estilo del Mediterráneo Oriental y amuralló los poblados donde residían los príncipes y régulos. Adoptaron el sistema de escritura fenicio cuando les fue necesario llevar una incipiente contabilidad y registrar contratos, títulos y hacer inscripciones.
Estos aristócratas del Suroeste fueron los primeros en rendir culto a las divinidades de los fenicios, erigirles altares y santuarios. Melkart, Astarté, Reshef y Baal pasaron en poco tiempo a formar parte del panteón de los habitantes del Bajo Guadalquivir.
Un claro ejemplo de la riqueza acumulada por estos grupos dirigentes es el denominado Tesoro del Carambolo, encontrado en el interior de una tosca vasija en el asentamiento del cerro de El Carambolo, cercano a Sevilla. Las piezas de este tesoro probablemente tuvieron una función ritual y fueron elaboradas en talleres de artesanos fenicios.
Tesoro de El Carambolo.

Otra muestra impresionante de la riqueza de aquellos príncipes tartesios es el Tesoro de la Aliseda, encontrado en La Aliseda, Cáceres. Se trata del ajuar funerario de una dama, probablemente una princesa, compuesto por 194 prendas de vestir, una diadema, pendientes, brazaletes, collares con amuletos y un cinturón. Artesanos tartesios trabajaron en la elaboración de las piezas de oro siguiendo las técnicas orientales de orfebrería. La dama llevaba ocho anillos con sellos fenicios de importación.
Pulsera del Tesoro de Aliseda.

En el entierro de aquella princesa se practicó un ritual para el que fue necesario el uso de un jarro de vidrio sirio con inscripciones jeroglíficas, vasos de plata, un plato, un espejo de bronce y ánforas fenicias. En la liturgia funeraria, el plato y el jarro se usaron para servir comida y bebida.
            Jarra de vidrio del Tesoro de Aliseda.

Las escenas que aparecen en el cinturón de oro del ajuar de Aliseda representan magníficamente el gusto de aquel estilo y aquella época: el grifo con las alas abiertas y el héroe combatiendo con un león.
Detalle del cinturón del Tesoro de Aliseda.

La tumba de Aliseda nos sorprende no solo por la riqueza y la calidad de su ajuar, sino también por encontrarse muy al Norte del río Guadiana, en el interior de Extremadura; signo inequívoco de que la cultura tartésica se difundió por una amplia zona septentrional, siguiendo la ruta del estaño. Los fenicios fundaron varias colonias comerciales en la costa portuguesa, en la desembocadura del Tajo y en la del Mondego (https://sites.google.com/site/temasdelahistoria/colonizacion-fenicia-y-griega); su influencia llegó a estos territorios y se prolongó durante mucho tiempo. Los habitantes de la zona de Extremadura adquirieron los gustos y las costumbres que eran comunes en el Bajo Guadalquivir y la Ría de Huelva. En pocas palabras, todo el cuarto Suroccidental de la Península Ibérica caminaba a finales del Siglo VII a. C. hacia una uniformidad cultural que podríamos denominar Civilización Tartésica, uno de cuyos componentes más importantes era el orientalismo sirio-fenicio.
Es bastante probable que el deseo de controlar las ricas zonas agrícolas, las minas y las rutas comerciales, desencadenara guerras constantes entre los numerosos monarcas de aquella región, lo que propició la llegada de grupos armados procedentes de la Meseta para intervenir en los litigios. Esto puede ser algo más que una mera sospecha. Ejemplo de ello es que el único rey tartesio del que tenemos constancia documental, mitología aparte, tenía un nombre de origen indoeuropeo, concretamente celta: Argantonio. Es casi seguro que se trataba de un pseudónimo, que significaba "El de la Plata"; es decir, el rey que manejaba la plata. Podemos imaginar como estos grupos de guerreros procedentes de la Meseta acabaron instalándose en las prósperas zonas mineras del Sur, llegando en algunos casos a ocupar una posición dirigente en aquella sociedad que se había desarrollado con gran rapidez en los últimos dos siglos. Los navegantes focenses, que arribaban a las costas atlánticas a principios del Siglo VI a. C., encontraron comunidades que recibían el nombre de célticos; de la misma manera, el valle del río Guadalete estaba habitado por gentes de lengua celta.
El mundo tartésico evolucionó y se transformó a finales del Siglo VI a. C.; la pérdida de la independencia de Tiro y el resto de las ciudades fenicias como consecuencia de la invasión de los persas dejó paso al nuevo colonialismo de Cartago, mucho más agresivo y pendiente de la necesidad de reclutar mercenarios entre los habitantes de la Península Ibérica. El hierro sustituyó definitivamente al bronce en la fabricación de armas y una nueva época fue abriéndose camino. Los que fueron conocidos como tartesios serían llamados ahora turdetanos.

sábado, 10 de mayo de 2014

¿HACIA DÓNDE NOS LLEVA LA UE?. V

En la tercera entrada de esta serie me preguntaba a mí mismo si la sociedad francesa era una sociedad en espera, una sociedad que podía sorprendernos en cualquier momento. Trataré de aclarar este punto un poco más.
Sin duda la nación francesa fue la primera que elaboró una serie de principios alrededor de los cuales se podía construir la unidad de Europa. Estos principios eran los de la Revolución Francesa, que proclamaban la libertad de los ciudadanos frente a los poderosos, la igualdad de todos ante la ley y la fraternidad necesaria entre los iguales. El encargado de difundir estas ideas por toda Europa fue Napoleón Bonaparte, de quien hemos dicho en otro Comentario que fue el primer hombre que quiso unificar el continente. Napoleón tenía un programa político que consistía en poner de su parte a todos los burgueses de Europa, atraídos por la perspectiva de acabar con las viejas aristocracias, que vivían instaladas en la enorme telaraña de sus privilegios. En principio la propuesta era sugerente, pero el espíritu de la Revolución Francesa llevaba adherido el concepto de la Nación, es decir, el nacionalismo, y como todo el mundo sabe, el nacionalismo lo mismo que une a unos individuos, separa a otros. Napoleón no esperaba encontrar en Rusia ningún ánimo nacionalista, pero se equivocó, pues los rusos estaban dispuestos a morir por su patria y por su rey, algo difícil de comprender por un hijo de la Revolución. El caso es que Napoleón sufrió una terrible derrota en la llanura rusa y esto dio la oportunidad a los ingleses para rematarlo.
Inmediatamente antes de 1914 los franceses creían ser la nación más importante del mundo; habían transformado la política y la sociedad de todo el mundo civilizado con sus ideas liberales y democráticas; habían creado un enorme imperio colonial y el arte y la cultura miraba constantemente a París buscando un reflejo de luz que indicase el camino a seguir.
Sin embargo, como afirmamos en la tercera entrada de esta serie, Francia a principios del Siglo XX no tenía un proyecto para Europa, era un Estado a la defensiva y carcomido por el revanchismo tras la derrota de Sedán frente a Prusia. Hay que decir a favor de Francia que en aquel tiempo nadie tenía un proyecto global para Europa, todo eran iniciativas parciales: Inglaterra solo pensaba en defender su imperio colonial, Rusia en unir a todos los eslavos bajo su tutela, Austria-Hungría en sobrevivir a pesar de todas las dificultades y todos los cambios.
Las dos guerras mundiales afectaron a Francia de manera importante, pero cada una de ellas de modo diferente. En la primera Francia mostró un comportamiento heroico y ganaron la guerra, aunque después perdieron la paz. Con esto último quiero decir que a los franceses les faltó generosidad, nobleza e inteligencia con los vencidos; no se dieron cuenta de que a una nación como Alemania no se la puede humillar deliberadamente sin pagar las consecuencias. Quisieron hacer retroceder a Alemania doscientos años en el tiempo y fracasaron, como era de esperar. En ello también colaboró Gran Bretaña, que no se quería enterar de que la época victoriana había pasado para no volver.
 En la Segunda Guerra Mundial Francia fue vencida totalmente por el Tercer Reich y liberada posteriormente por los aliados, es decir, Estados Unidos y Gran Bretaña; pero no estuvo en el grupo de los vencedores en la Conferencia de Potsdam, donde se hizo el reparto de las influencias y se abrió la etapa de la Guerra Fría y la Política de Bloques.
Como dije en aquel Comentario al que me he referido en varias ocasiones, Francia, después de 1945 aceptó el papel de pieza importante en la estrategia antisoviética de los aliados; por esa razón firmó los diversos tratados que la vinculaban económica y políticamente con su antigua adversaria, Alemania. Afirmé entonces que las elites de la sociedad francesa colaboraron en aquel frente común contra la propaganda y el expansionismo soviéticos; a cambio, los ciudadanos franceses obtuvieron unas garantías sociales y unos derechos que los colocaban en un primerísimo puesto en la denominada sociedad del bienestar. El envoltorio político e ideológico de todo aquello era la socialdemocracia, es decir, un capitalismo nada salvaje y siempre preocupado por lo políticamente correcto en el que el Estado actuaba como el principal motor de la economía y el primer guardián de los derechos de las clases trabajadoras.
El proyecto político de la Unión Europea siempre se ha basado desde un principio en la premisa de una sociedad desarrollada y rica que valora más la colaboración que la lucha de intereses. Una vez extinta la Unión Soviética, la función que tuvo la alianza entre los Estados de Europa Occidental como muro de contención contra las intenciones agresivas de Moscú dejó de tener sentido; la idea de unidad europea tomó otro aspecto. El problema es que esta nueva idea aún no ha sido definida; sobre todo porque los encargados de modelarla, de materializarla, son los miembros de una casta política cuyo origen está en las ruinas humeantes de la destruida Europa de 1945. Esta clase política es incapaz de elaborar un nuevo proyecto de unión porque solo piensa en sus intereses particulares, en mantenerse en el poder, en preservar sus privilegios y en actuar a espaldas de los gobernados, que son todos los ciudadanos de la Unión Europea.
Y aquí ocurre que Francia, la sociedad más dócil ante este juego político, el ejemplo de Estado socialdemócrata, gobierne quien gobierne, la más culta, la más sofisticada de las naciones europeas, aparece ante nuestros ojos como la mayor incógnita del continente. Porque en Francia se han ido produciendo una serie de cambios de manera silente, pero profunda, y esa sociedad rica, bienpensante, confiada, correcta y teatralmente rebelde ha cambiado.
El mayor cambio que se ha producido ha sido la deriva ideológica hacia los extremos. La confianza en el Estado socialdemócrata ha sido abandonada por amplias capas de la sociedad; se trata de ciudadanos que piensan que son necesarias reformas importantes en la estructura del Estado y en las leyes básicas. El espíritu de concordia ya no es tan mayoritario, no tantos están de acuerdo en tantas cosas. La pérdida de importancia económica de Francia es causa en buena parte de este nuevo ambiente; el Estado tiene dificultades para asegurar la igualdad de los ciudadanos, las diferencias sociales se acentúan, y esto es un golpe durísimo al sistema que permitía que los ciudadanos franceses hubiesen permanecido al pairo durante casi setenta años. El problema es que muchos ciudadanos ven como esas garantías sociales, esos derechos se esfuman. Otras sociedades más dinámicas de otras partes del mundo evolucionan y se desarrollan, mientras Francia, espejo de civilización, queda estancada.
Si la Unión Europea enarbolase un proyecto que fuese capaz de generar ilusión, probablemente encontraría la adhesión de los franceses. Lo penoso es que nada de esto ocurre, constituyendo, a la vez, un gran peligro, porque Francia es uno de los dos puntales en que se apoya toda la construcción de la unidad europea desde 1945, es decir, desde el principio.

Actualmente en Francia el euroescepticismo es más bien un rechazo frontal a la Unión Europea, y es bipolar, procede de ambos extremos del espectro político. Además, es consecuencia de la ausencia de hombres y mujeres de valor en la burocracia europea.