En
Alarcos se derrumbaron los planes de Alfonso VIII de Castilla. En
esta breve frase quedan resumidos años de grandes esfuerzos y
esperanzas que quedaron defraudadas el 19 de Julio de 1195. Durante
los primeros años de su reinado, Alfonso VIII empeñó todas sus
energías en someter a la nobleza castellana y ajustar cuentas con
Sancho VII el Fuerte, rey de Navarra, y con Alfonso IX de León. Una
vez afirmada su autoridad y recuperados los territorios que le habían
sido arrebatados durante su minoría de edad, su objetivo era impedir
que los almohades continuasen realizando campañas militares al Norte
de los Montes de Toledo. Para conseguir esto último era
imprescindible conquistar el valle del Guadiana, y por esta razón
emprendió duras campañas militares, gracias a las cuales arrebató
a los almohades extensos territorios de la margen derecha del
mencionado río. Para tener firmemente sujetos estos territorios,
procedió a repoblarlos, asegurando esta tarea con una serie de
fortalezas que impedirían a los musulmanes realizar incursiones al
Norte de la corriente del Guadiana. En cumplimiento de estos
proyectos, comenzó Alfonso VIII a construir la fortaleza de Alarcos;
pero aún no estaban levantados por entero sus muros, ni asentados
sus pobladores cuando Abu Yusuf Ya´qub al-Mansur, califa
almohade, cayó sobre Alarcos, infligiendo una terrible derrota a los
castellanos y destruyendo la fortaleza.
Alfonso VIII no se
hundió en el desánimo, y desde aquel año de 1195 se dedicó a
preparar la revancha. Para ello contó con la inestimable ayuda de
Rodrigo Jiménez de Rada, arzobispo de Toledo. Fue éste último un
hombre de sólida formación intelectual, políglota e historiador,
entre cuyas obras destaca la Chronica Hispaniae, donde hace un
relato de los preparativos y el enfrentamiento bélico de Las Navas
de Tolosa. El arzobispo de Toledo conllevaba el cargo de Canciller de
Castilla, y así, aquel hombre firmemente comprometido con la
Reconquista, realizó durante años una intensa labor diplomática en
busca de apoyos para la guerra contra los almohades. Entre las tareas
más importantes a que contribuyó, destaca la de obtener del papa
Inocencio III la declaración de cruzada para la lucha contra los
almohades. Él mismo predicó esta cruzada por Europa, viajando por
Francia, Bélgica, Italia y Alemania. En el Sur de Francia esta labor
encontró eco y, Arnaldo, arzobispo de Narbona se unió con
entusiasmo a la empresa. También la orden del Cister predicó esta
cruzada hispánica en las tierras al Norte de los Pirineos.
Otro hombre de gran
valor que tuvo Alfonso VIII para llevar a cabo esta empresa fue Diego
López de Haro, señor de Vizcaya, Alférez del Reino de Castilla,
que ya estuvo en la batalla de Alarcos y que tenía sobradamente
demostrada su pericia militar y su fidelidad al rey. Él fue la punta
de lanza del ejército cristiano en la batalla de Las Navas de
Tolosa, y quién tuvo que soportar la parte más dura del combate.
El tercer gran
colaborador de Alfonso VIII en la guerra contra los almohades fue
Pedro II de Aragón, gran amigo del rey de Castilla. Cuando, al
principio de su reinado, Alfonso VIII se enfrentó con Sancho VII,
rey de Navarra, con el objetivo de recuperar los territorios que
Sancho VI el Sabio, padre de aquel, le había arrebatado
aprovechándose de su niñez, cuando tuvo que enfrentarse con Alfonso
IX de León, el rey aragonés siempre estuvo a su lado, en una
alianza que solo se rompió en 1213, cuando Pedro II murió en el
sitio de Muret. Fue aquella, pues, una fidelidad mutua de toda la
vida, que quedó patente en varios acuerdos entre ambos monarcas,
gracias a los cuales el reino de Navarra fue cogido entre una férrea
tenaza que acabó obligando al rey Sancho VII a entregar a Alfonso
VIII La Rioja y la costa vascongada.
Desde finales del Siglo
XII, Alfonso VIII lanzó una serie de campañas militares cuyo
objetivo era reconquistar el valle del Guadiana, perdido tras la
derrota de Alarcos. Para ello se apoyó en la capacidad combativa de
las órdenes militares de Santiago y Calatrava, a las cuales hizo
grandes concesiones y beneficios, porque llevaban casi todo el peso
de la guerra en aquella difícil frontera. No obstante, los
conflictos con Navarra y León inclinaron a Alfonso VIII a pactar
unas treguas con los almohades para no tener que luchar en varios
frentes a la vez. Dichas treguas eran muy inestables y había que
recomponerlas a menudo; en 1198 la orden de Calatrava conquistó el
castillo de Salvatierra, sitio de gran importancia estratégica, pues
junto a él pasaba un abierto camino que comunicaba el valle del
Guadiana con los pasos de Sierra Morena. En 1209 las treguas quedaron
definitivamente rotas, cuando Alfonso VIII y Pedro II, aliados una
vez más, atacaron Ademuz y Castelfabit, dos fortalezas situadas en
el extremo Norte de la frontera almohade.
Por aquellas fechas el
Imperio Almohade estaba regido por el califa Abu Abd Allah Muhammad
Ibn Ya´qub, de sobrenombre al-Nasir, hijo de Abu Yusuf Ya´qub, el
que destruyó el castillo de Alarcos. Se trataba de un hombre de
carácter templado y prudente que, no obstante, informado de la
audacia de los ataques cristianos, tomó la determinación de
hacerles frente de forma contundente; empeñado en esto, puso en
movimiento su flota y comenzó los preparativos para reunir un gran
ejército en la ciudad de Marraquech, con el objetivo de cruzar el
Estrecho y hacer la guerra en al-Ándalus. A su llamada acudieron
todas las tribus de la cordillera del Atlas y de todo el Norte de
África hasta Túnez.
En Mayo de 1211
al-Nasir cruzó el Estrecho de Gibraltar con un enorme ejército y se
detuvo en Tarifa, adonde acudieron los caídes y alfaquíes de
al-Ándalus para darle muestra de fidelidad; después se dirigió a
Sevilla, donde se instaló, dispuesto a dirigir la guerra desde
aquella ciudad. En Junio de ese mismo año se dirigió hacia el
Norte, atravesó el puerto del Muradal y en Septiembre conquistó el
castillo de Salvatierra, cercano a la actual población de Calzada de
Calatrava, que en aquel momento estaba en manos de la orden militar
del mismo nombre. Terminada esta campaña se retiró a Sevilla,
confiado en que la frontera estaba más segura a partir de ese
momento. Con este comportamiento al-Nasir demostró que sus
intenciones se reducían a mantener la frontera en los Montes de
Toledo e impedir que los castellanos bajaran hasta el Guadiana. Como
hemos dicho, se trataba de un hombre prudente, que no pensaba en
hacer una campaña en el valle del Tajo, ni mucho menos conquistar
Toledo.
Pero Alfonso VIII tenía
en mente la revancha de Alarcos, y la idea de que Castilla e Hispania
entera no estarían seguras si no se derrotaba a los almohades de
forma definitiva y se les devolvía al otro lado del Estrecho. En
1211, con la colaboración de Rodrigo Jiménez de Rada desarrolló
una actividad diplomática sin precedentes. El arzobispo de Toledo
hizo valer su influencia para que el papa Inocencio III enviase
misivas a todos los reyes y príncipes de Hispania y Europa,
instándoles a participar en la cruzada contra el Califato Almohade.
Pedro II de Aragón, aliado y amigo de Alfonso VIII de Castilla no
tardó en comprometerse con la empresa. Por el contrario, Alfonso IX
de León alegó que solo iría a la guerra si el rey castellano le
devolvía las plazas que le había arrebatado contra todo derecho;
sin embargo permitió que aquellos caballeros leoneses que lo
deseasen, pudieran acudir voluntariamente a la cruzada; esto último
lo hizo para evitar desavenencias con el papa.
Tampoco Sancho VII de
Navarra aceptó en un principio participar en la cruzada, porque,
según él, Alfonso VIII era su enemigo, mientras que mantenía
buenas relaciones con los almohades. En el último momento cambió de
opinión y a finales de Junio de 1212 se dirigió al encuentro de los
cruzados. Es posible que este cambio se debiera a las exhortaciones
de Arnaldo, arzobispo de Narbona, que al cruzar los Pirineos camino
de Toledo, se desvió hacia Navarra para entrevistarse con el rey
Sancho y convencerle de que no podía estar ausente en aquella
ocasión. En cualquier caso, no podemos estar seguros de la causa de
aquel cambio de opinión. Por otra parte, el rey de Navarra acudió a
la cita acompañado de un minúsculo ejército, compuesto por tan
solo doscientos hombres; aunque es justo decir que todos ellos eran
nobles caballeros, educados desde niños en el oficio de la guerra,
al que se habían dedicado toda su vida. Además, iban magníficamente
armados, formando una caballería pesada de gran eficacia en combate.
Las órdenes militares
del Temple, San Juan, Santiago y Calatrava acudieron con entusiasmo a
la cita de Toledo. Santiago y Calatrava ya llevaban muchos años
luchando en la frontera Sur de Castilla y poseían una caballería
excelente y con gran experiencia en combate con los musulmanes.
Además, aquellos caballeros de las órdenes militares vivían la
cruzada como un acto de fe y su valor en combate era extraordinario.
De Portugal también
acudieron algunos voluntarios deseosos de participar en la cruzada,
la mayoría de ellos, si no todos, caballeros.
El grupo más numeroso
de voluntarios cruzados procedía del Sur de Francia; desde que
cruzaron los Pirineos se les conoció con el nombre de transmontanos.
Entre ellos se encontraban varios obispos, destacando el de Narbona,
al que nos hemos referido anteriormente. Muchos eran caballeros, pero
había gente de toda condición, unidos por el espíritu de cruzada y
deseosos de matar infieles. Cuando llegaron a Toledo cometieron
algunos abusos y crímenes contra los judíos de la ciudad, sin
comprender que la convivencia de los distintos credos en aquella
ciudad aún no se había roto. Junto a la gente del Sur de Francia
llegaron otros procedentes de varias naciones de Europa, pero en
número significativamente menor.
Según Rodrigo Jiménez
de Rada, el ejército cristiano salió de Toledo el 20 de Junio de
1212 y se dirigió hacia el Sur. Llegados el 23 de Junio a la
fortaleza de Malagón, en poder de los almohades, y la asaltaron con
tal ímpetu que la noche del 24 cayó en sus manos, y a la mañana
siguiente fueron ajusticiados todos sus defensores. Este acto de
crueldad estuvo forzado por la exigencia de los transmontanos que
interpretaron aquella guerra desde un primer momento como un
exterminio.
El 27 de Junio de 1212
llegaron los cruzados al castillo de Calatrava, custodiado por
hábiles militares almohades. Como el asalto parecía difícil hubo
partidarios de tomarlo por asedio, a lo cual respondieron otros
muchos que permanecer allí mucho tiempo era perjudicial, pues el
ejército se agotaría y caería la moral. Finalmente, se optó por
probar el asalto, y el día 29 de Junio se produjo el ataque. Al día
siguiente, 30 de Junio, los defensores solicitaron conversaciones e
inmediatamente después se rindieron. La fortaleza volvió a manos de
la orden de Calatrava y Alfonso VIII permitió que los vencidos
fuesen tratados de forma humanitaria y pudieran salir de Calatrava
sin recibir daño. Esto último hizo montar en cólera a los
transmontanos, que aducían que ellos habían venido a luchar contra
los infieles, no a pactar con ellos. Acto seguido, el grueso de los
transmontanos tomó el camino de regreso, abandonando la empresa.
Aquello supuso la pérdida de varios miles de combatientes, lo que
redujo considerablemente el ejército cristiano. Solo permanecieron
junto a Alfonso VIII el arzobispo de Narbona y un grupo de caballeros
del Languedoc. Según las últimas estimaciones, el ejército
cristiano que combatió en las Navas de Tolosa debió estar compuesto
por 12.000 hombres como mucho, cifra muy alejada del número de
combatientes del que hablan las crónicas cristianas.
El día 4 de Julio
Alfonso VIII abandonó Calatrava y se dirigió a Alarcos; en los dos
días siguientes fueron conquistados los castillos de Piedrabuena,
Benavente, Alarcos y Caracuel. En este momento es cuando se incorpora
a la cruzada Sancho VII, rey de Navarra, con sus doscientos
caballeros.
El 9 de Julio el
ejército cristiano desfiló frente al castillo de Salvatierra, en
poder de los almohades desde hacía casi un año. Pasaron de largo y
no lo asaltaron ni le pusieron sitio, probablemente por considerar
aquella fortaleza demasiado difícil de conquistar; actitud que no
parece descabellada, teniendo en cuenta el tiempo y los trabajos que
invirtió al-Nasir en tomarla meses antes. De esta manera, aquella
fortaleza estuvo pasando de unas manos a otras durante décadas, pero
siempre como premio que se alcanza tras duros esfuerzos.
La ruta que habían
seguido desde su salida de Toledo es la que se conoce con el nombre
de Real Cañada de las Merinas. Las etapas de la marcha y el
aprovisionamiento estuvieron organizados por Rodrigo Jiménez de
Rada, auténtico estratega de esta campaña, una de las más
complejas que hicieran los cristianos durante la Edad Media.
El día 11 de Julio de
1212 el alférez del rey de Castilla, Diego López de Haro, que
mandaba la vanguardia envió por delante a su
hijo López Díaz, a Sancho Fernández y a Martín de
la Finojosa, sobrino del arzobispo de Toledo, para que ocupasen las
alturas del puerto del Muradal antes de que lo hiciesen los
almohades. El 12 de Julio los exploradores cristianos avistaron a la
vanguardia almohade que intentaba tomar los puertos de montaña para
impedir el paso a los cruzados.
El 13 de Julio de 1212
los tres reyes cristianos subieron a los puertos y tomaron el
castillo del Ferral, que fue abandonado por sus defensores cuando
avistaron al enemigo.
Según cuenta Rodrigo
Jiménez de Rada en su crónica, el califa Miramamolín, que es así
como llamaban los cristianos a al-Nasir, se encontraba en Baeza, y
conociendo la llegada de los cristianos, envió a su gente para que
cortasen el paso a los cristianos en un punto estrecho del puerto de
montaña:
“donde hay una roca casi inaccesible y un torrente de agua, y para que si los cristianos no se habían apoderado de la cima de la montaña, se apostaran en la cornisa del monte para impedir la subida del ejército cristiano, según confesaron después los que fueron apresados en la batalla”.
Aquel camino, conocido
como Paso de la Losa era fácil de defender y el ejército cristiano
se vio incapaz de proseguir su marcha a través de Sierra Morena. Sin
embargo, según las crónicas, un pastor indicó a los cruzados una
ruta alternativa que les permitió sortear el paso y acampar el día
14 de Julio en los cerros de las laderas de la sierra.
Los tres reyes
acamparon en una meseta llamada Mesa del Rey, mientras que al-Nasir
acampó frente a ellos, en dos cerros, el más cercano a los cruzados
conocido como de Los Olivares, y junto a éste y de más altura el de
Las Viñas. Ambos ejércitos quedaban separados por una zona
suavemente hundida.
Como hemos dicho
anteriormente, el ejército cristiano, tras la deserción de los
ultramontanos, estaba compuesto por unos 12.000 hombres, mientras que
el ejército almohade posiblemente sobrepasaba los 20.000; existía,
por tanto, un desequilibrio de fuerzas evidente. No obstante, hay que
tener en cuenta que los andalusíes que formaban en las filas de
al-Nasir estaban poco motivados para el combate; en realidad, habían
acudido forzados a la batalla. Los andalusíes detestaban a los
almohades, a los cuales consideraban extranjeros invasores.
El Domingo 15 de Julio
de 1212 Rodrigo Jiménez de Rada, arzobispo de Toledo, ante todos
reunidos, lanzó una arenga, dando ánimo a los soldados y
prometiendo indulgencias para los que se comportasen valientemente en
la batalla.
Al día siguiente,
Lunes 16 de Julio de 1212, al amanecer, se confesaron los cruzados y
formaron para la batalla campal. Lo hicieron en tres cuerpos de
ejército; El Rey de Aragón mandó el ala izquierda, que se
desplegó, a su vez, en tres líneas, sucesivas: García Romero
dirigió la vanguardia y Jimeno Coronel, junto con Aznar Pardo se
hicieron cargo del centro, mientras que el propio Rey dirigía la
zaga. Según la crónica de Jiménez de Rada, estas fuerzas fueron
reforzadas por algunas milicias de las ciudades de Castilla.
El cuerpo central del
ejército cristiano lo mandaba Alfonso VIII, con D. Diego López
de Haro, en la
vanguardia. El conde Gonzalo Núñez con los frailes del Temple, del
Hospital, de Uclés (Santiago) y de Calatrava formaban la segunda
línea, cuyo flanco era protegido por Rodrigo Díaz de los Cameros,
con su hermano, Álvaro Díaz, y Juan González. La zaga estaba al
mando del Rey castellano, rodeado por el Arzobispo de Toledo y los
demás obispos, así como por los barones, Gonzalo Ruiz y sus
hermanos, Rodrigo Pérez de Villalobos, Suero Téllez y Fernando
García.
El tercer cuerpo de
ejército situado en el ala derecha, estaba al mando del Rey Sancho
el Fuerte de Navarra, reforzado por las milicias de Segovia, Ávila y
Medina.
La vanguardia almohade
estaba formada por beréberes de las tribus del Atlas y gente de
Marrakech. Detrás de ellos formaban los andalusíes a pie y a
caballo. Cerrando esta formación estaban los caballos y los infantes
almohades, muchos de ellos soldados de fortuna. Al fondo formaban
varias líneas de honderos y arqueros. En las alas se encontraban
sendas unidades de caballería ligera, algunos de ellos turcos, que
sabían disparar el arco mientras cabalgaban.
En la zaga almohade,
situada en el cerro de Las Viñas, al-Nasir había plantado su
tienda, grande y lujosa. Para protegerla había colocado alrededor un
vallado sujeto con cadenas y había apostado a su guardia, compuesta
por guerreros subsaharianos de raza negra, armados con picas.
Alfonso VIII tomó la
iniciativa y dio orden a Diego López de Haro, alférez del rey, para
que avanzase la vanguardia. Ésta estaba compuesta en su mayor parte
por gente de a pie armada a la ligera, vasallos y milicias concejiles
de Castilla.
Las dos vanguardias
trabaron combate en la pendiente que subía al cerro de Los Olivares;
a pesar de encontrarse los cristianos en peor posición, pues iban
cuesta arriba, desbarataron rápidamente a los beréberes de de la
vanguardia de al-Nasir, que en su mayoría eran campesinos de la
cordillera del Atlas deficientemente armados. Los beréberes se
vieron flanqueados por la caballería costanera de los cristianos y
fueron muertos allí mismo casi todos ellos.
La vanguardia de López
de Haro, ya en lo alto del cerro de Los Olivares, hubo de enfrentarse
con el grueso del ejército almohade, compuesto por jinetes y
milicias andalusíes y gran cantidad de mercenarios y voluntarios
africanos llamados a la guerra santa. Allí se trabó un feroz
combate, tras el cual la vanguardia cristiana comenzó a ceder y
muchos corrieron cuesta abajo. Viendo aquello el rey Alfonso VIII,
dio la orden a la segunda línea de cruzados para que fuese en ayuda
de la maltrecha vanguardia. En esta segunda línea formaban
muchísimos caballeros de la pequeña nobleza concejil y otros muchos
villanos que combatían a pie. Sin embargo, los soldados de elite de
esta línea eran los caballeros de las órdenes militares, a caballo
la mayoría y con armadura completa; eran gente muy entrenada en el
uso de las armas y una altísima moral de combate.
El choque entre ambos
cuerpos de ejército debió ser atronador, y es sabido que ambos se
portaron valientemente, mientras el cielo se oscurecía por la nube
de flechas que disparaban los arqueros almohades.
En este momento picó
espuelas la caballería costanera almohade, compuesta de
experimentados jinetes del Norte de áfrica y jinetes turcos armados
con arcos y hábiles conocedores de la táctica de torna y fuga. Los
caballeros de las órdenes militares encajaron bien los golpes que
recibían en varios flancos, pero las milicias concejiles, sufriendo
muchas bajas, retrocedieron ante el entusiasmo de los almohades.
Ocurrió entonces lo
que suele cuando quién todavía no ha ganado, cree que ya lo ha
hecho. Los almohades se desparramaron por la cuesta del cerro de Los
Olivares, rompiendo la formación, en persecución de los que creían
ya vencidos.
Viendo aquello, el rey
Alfonso VIII le dijo delante de todos al arzobispo de Toledo:
“¡Arzobispo, muramos, aquí yo y vos!”
A lo que Jiménez de
Rada le respondió:
“¡De ningún modo; antes bien, aquí os impondréis a los enemigos!”
Entonces, Fernando
García, hombre fiel al rey y de gran experiencia en la guerra
aconsejó a Alfonso que aún no se lanzase al combate con toda la
zaga y esperase a que la caballería almohade estuviese todavía más
dispersa. Así lo hizo el rey en aquel momento de gran tensión y
esperó la ocasión oportuna, tras de lo cual se dirigió de nuevo al
arzobispo:
“¡Arzobispo muramos aquí. Pues no es deshonra una muerte en tales circunstancias!”
Y de nuevo Jiménez de
Rada le respondió:
“¡Si es voluntad de Dios, nos aguarda la corona de la victoria, y no la suerte; pero si la voluntad de Dios no fuera así, todos estamos dispuestos a morir junto a Vos!”
Cruzadas estas palabras
el rey dio orden a toda la zaga para que arremetiese contra los
almohades; entre todos ellos destacaba Jiménez de Rada, lanzándose
a la carga junto a Alfonso.
La zaga cristiana
estaba compuesta por caballería pesada en su totalidad; reyes,
nobles y caballeros diestros todos en el manejo de grandes caballos
acorazados y cubiertos ellos mismos de acero de pies a cabeza.
El impacto debió ser
brutal, porque la caballería almohade, descompuesta, volvió grupas
y dejó indefensa a la infantería que ya sufría muchas bajas.
Aprovechando el momento, los caballeros de las órdenes militares
volvieron a subir al cerro de Los Olivares, donde una masa humana,
sin espacio para moverse y presa del pánico se agitaba sin encontrar
vía de escape. Cruel matanza sufrieron los arqueros almohades, que
carecían de escudos y armaduras.
Los cruzados comenzaron
entonces a subir la ladera del cerro de Las Viñas, cuya cima estaba
repleta de gente que venía huyendo perseguida por la caballería
enemiga. En lo alto de aquel cerro tuvieron lugar feroces combates,
pues todos luchaban a la desesperada. La última línea defensiva la
componían la estacada con cadenas y los soldados de la guardia
subsahariana, dispuestos a morir hasta el último.
Verdaderamente así
ocurrió, y aquella colina quedó cubierta de cadáveres, de tal
manera que no se podía andar por allí. Sancho VII, rey de Navarra,
hombre de gran altura y corpulencia, se hizo famoso al ser el primero
en romper la línea de las cadenas, motivo por el cual alguno ha
interpretado que esta es la causa de que en el escudo de Navarra
figuren unas cadenas. Sin embargo, parece ser que no es así y que
las cadenas fueron puestas en el escudo en época muy posterior y por
otros motivos.
Al-Nasir huyó a Jaén
junto a otros muchos almohades, tras de lo cual embarcó de nuevo
rumbo a África, adonde murió el 25 de Diciembre de 1213 en
Marraquech.
El rey Pedro II de
Aragón murió ese mismo año de 1213 y Alfonso VIII poco después,
el 6 de Octubre de 1214.
La batalla de las Navas
de Tolosa tiene una enorme importancia en la Historia de España. Su
primera consecuencia fue que supuso el comienzo del fin del Islam en
la Península Ibérica. Además, acabó con el intervencionismo
africano en la Península que comenzó en 711 con la invasión de
Tarik; todavía hubo un último intento de invasión norteafricana
por parte de los benimerines, pero acabó en fracaso.
Es la primera batalla
de gran importancia en la que el pueblo llano toma un papel
principal, como hemos podido comprobar con la participación de las
milicias concejiles formando compañías de caballería e infantería.
Durante la minoría de edad de Alfonso VIII, estos concejos de
Castilla tomaron parte a favor del rey, lo protegieron y lo
defendieron de las ambiciones de la alta nobleza.
Las Navas de Tolosa se
convirtieron en un símbolo capaz de trazar un objetivo que uniese a
todos los habitantes de la Península. Sé que a muchos no agradará
esta idea, pero las cosas son objetivamente como son, no como nos
gustaría que fueran. El concepto de España, tan buscado una y otra
vez por los intelectuales del 98 y por Ortega y Gasset, es un
concepto que se labra en la oposición al proyecto político y
cultural de Al-Ándalus. Aquel Estado fracasó en 1031; tan solo unas
décadas después un rey de León y Castilla, Alfonso VI, reclamaba
el señorío de toda la Península. El fracaso del Estado Omeya fue
absoluto y los reinos de taifas siempre fueron residuos de algo que
había desaparecido. Aunque los norteafricanos intervinieron una y
otra vez en la Península, siempre aparecieron a los ojos de los
hispanos como meros invasores. Aquí hunde sus raíces la Historia de
España.