Ha pasado un año desde este centenario y, como es evidente, no ha habido reflexión de importancia sobre aquel acontecimiento que cambió la Historia del mundo de forma dramática.
París despide a la caballería, 1914.
En estos dos últimos años he escrito varios artículos sobre aquella guerra y las consecuencias que tuvo para el mundo y Europa:
https://sites.google.com/site/temasdelahistoria/siglo-xx
http://comentariosdelahistoria.blogspot.com.es/2014/06/aquellos-soldados-valientes.html
http://comentariosdelahistoria.blogspot.com.es/2013/12/europa-sin-historia.html
http://comentariosdelahistoria.blogspot.com.es/2013/12/el-miedo-de-europa.html
http://comentariosdelahistoria.blogspot.com.es/2013/12/hacia-donde-nos-lleva-la-ue-i.html
http://comentariosdelahistoria.blogspot.com.es/2013/12/hacia-donde-nos-lleva-la-ue-ii.html
http://comentariosdelahistoria.blogspot.com.es/2014/01/hacia-donde-nos-lleva-la-ue-iii.html
http://comentariosdelahistoria.blogspot.com.es/2014/01/hacia-donde-nos-lleva-la-ue-iv.html
http://comentariosdelahistoria.blogspot.com.es/2014/05/hacia-donde-nos-lleva-la-ue-v.html
En estos artículos trato muchos temas, pero el hilo conductor de todos ellos es que el mes de julio de 1914 supuso uno de los fracasos políticos y diplomáticos más grandes de la Historia, y que tuvo como consecuencia un período de desastres y convulsiones sociales y políticas que llegaron hasta 1945; acontecimientos que cambiaron la Historia y modelaron profundamente la Europa actual.
En efecto, julio de 1914 fue un terrible fracaso; de la misma manera que podemos decir que la sociedad europea actual es una sociedad fracasada. Por favor, no se muevan de sus asientos, no se dejen llevar por sus pasiones y sigan leyendo.
Los que provocaron el enfrentamiento bélico de 1914 son identificables por sus nombres. Aquella guerra no fue inevitable como se ha dicho; fue provocada por la ineptitud, la soberbia y la ambición de las clases dirigentes europeas de aquel tiempo; me refiero a aristócratas, políticos y hombres de negocios. Enviaron al frente a millones de hombres inocentes, manipulados, ingenuos e indefensos. No tuvieron escrúpulos al hacerlos avanzar hacia el enemigo bajo el fuego de las ametralladoras. Trataron con tanto desprecio a los soldados que no les permitieron siquiera convertirse en héroes; aquella fue una guerra sin héroes, se moría entre el fango y las alambradas a la semana de llegar al frente. Fue una guerra estúpida y sin sentido; perdonen ustedes que sea yo ahora quien da rienda suelta a las pasiones; pero, señores, es que no hay derecho.
La torpeza y la ambición de aquellos dirigentes provocaron este desastre. Podemos buscar diversas causas de carácter diplomático, económico, nacional, colonial; pero todas ellas dependen de las decisiones que tomaron un grupo de personas muy concreto, decisiones basadas estrictamente en los intereses personales o corporativos.
Y la consecuencia de la gran matanza fue la revolución. Pero la mayoría fue leal, las masas no se unieron a la revolución hasta que los abusos fueron inmensos; ¡cuánta fidelidad desperdiciada! Si hay una diferencia clara entre un europeo de 1914 y otro actual, es que aquel creía en el Estado y en quien lo dirigía; el europeo de hoy no cree en nada, solo en aquello que le hace sentirse bien consigo mismo.
La cadena de equivocaciones no se cortó aquí, sino que continuó durante décadas, como si la realidad quisiera desmentir a los ideólogos del Siglo XIX, cuando decían que Europa era la dueña del mundo por propio derecho. La revolución comenzó en el tramo más carcomido de la viga, es decir, en Rusia. Tras ser derrotados por los alemanes, los rusos comenzaron a buscar una alternativa que los salvase del desastre total; antes de que acabase la guerra, en febrero de 1917, estalló la revolución en toda Rusia y el zar Nicolas II tuvo que abdicar. Un gobierno provisional, respaldado por el parlamento, se hizo cargo de la situación, que corría velozmente hacia el caos. La situación fue aprovechada inteligentemente por Lenin y los socialistas radicales, que en octubre de aquel año, tras un golpe rápido y poco violento, se hicieron con el poder. Había nacido el primer Estado socialista, que al tener por espina dorsal a las asambleas de trabajadores (soviets), vino a llamarse socialismo comunista.
Sin embargo, el nuevo régimen ruso padecía una debilidad extrema, no solo porque una mayoría de la población le fuera hostil, sino porque aún se hallaba en guerra con Alemania. Así, Lenin se apresuró a firmar con los alemanes el tratado de paz de Brest-Litovsk en marzo de 1918, por el cual la nueva Unión Soviética perdía importantes territorios en el Oeste, que serían anexionados por Alemania y Turquía; además, Letonia, Estonia, Finlandia y Ucrania serían independientes.
Como recompensa a estas pérdidas, los comunistas esperaban que la revolución se propagase rápidamente por Centroeuropa, sobre todo por Alemania; pero estos cálculos no les salieron enteramente bien.
Reunión de la cúpula bolchevique con Lenin a la derecha.
Pocos meses después, en noviembre de 1918, se acordó un armisticio entre los Estados que aún continuaban combatiendo; de esta forma, las armas permanecieron quietas en el frente. El Imperio Alemán estaba absolutamente agotado y los vencedores, Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos, presentaron en enero de 1919 las condiciones de paz como única alternativa. Dichas condiciones eran durísimas para Alemania; suponían una pérdida importante de territorios, la entrega de la mayor parte del material militar y de toda la flota de guerra, la reducción drástica del ejército, la prohibición de fabricar armas, la supresión del servicio militar obligatorio, la entrega de toda la flota mercante alemana de gran tonelaje, la entrega anual de una flota con capacidad para transportar 200.000 toneladas como compensación por los daños causados, la entrega anual de 44 millones de toneladas de carbón, la mitad de la producción química y farmacéutica durante cinco años, la expropiación de la propiedad alemana en los territorios perdidos y las colonias y el pago de 132.000 millones de marcos.
De izquierda a derecha los
mandatarios firmantes de las potencias vencedoras: Lloyd George,
primer ministro de Gran Bretaña; Vittorio Orlando, presidente de
Italia; Georges Clemenceau, presidente de Francia; y Woodrow Wilson,
presidente de los EEUU.
Pero, ¿qué impulsó a Francia y Gran Bretaña a hacer esto? Es cierto que la brutalidad de la Primera Guerra Mundial fue terrible y que el deseo de revancha era muy fuerte, sobre todo en Francia, donde los sacrificios habían sido enormes. El gobierno francés tenía que demostrar a los franceses que tanto sufrimiento tenía una justificación; esa justificación era la aniquilación del enemigo, es decir, de Alemania, que había estado a punto de acabar con Francia en aquella guerra brutal.
Soldados franceses equipados para el frente.
¿Y Gran Bretaña?¿que razones tenía para buscar la desaparición del Estado alemán?, ¿no iba esto en contra de la política que había hecho en Europa en los dos últimos siglos y que consistía en mantener un equilibrio entre las potencias continentales, impidiendo que ninguna de ellas alcanzase la hegemonía militar? La destrucción del Estado alemán suponía la ruptura total de aquel equilibrio, ya que permitía a Francia adueñarse de toda Centroeuropa e imponer sus decisiones. Teniendo esto en cuenta, las razones de Gran Bretaña tenían que ver con el miedo a Alemania; es decir, los británicos pensaban que con Alemania era imposible mantener el equilibrio de fuerzas, que aquella política había terminado para siempre y comenzaba otra nueva en la que Europa pasaba a un segundo plano y el mundo quedaba repartido entre las dos grandes potencias coloniales, Francia y Gran Bretaña.
Los cálculos de los vencedores estaban absolutamente errados, sobre todo en relación a la nueva Unión Soviética. Los redactores del Tratado de Versalles creían que la Unión Soviética sería un Estado de cortísima vida, débil siempre e incapaz de exportar la revolución fuera de sus fronteras; sobre todo cuando, tras el motín de Kiel y la revolución socialista de noviembre de 1918 en Alemania, las revueltas fueron sofocadas con gran dureza. De esta manera, en febrero de 1919 la revolución socialista había fracasado en Alemania, pocos meses antes de que se firmara el Tratado de Versalles (28 de junio de 1919).
Combates en Berlín entre los soldados del gobierno y los revolucionarios.
En el verano de 1919 Francia y Gran Bretaña creían tener la situación controlada y sus objetivos alcanzados: El Imperio Alemán desaparecido, la República Alemana postrada, Centroeuropa descompuesta y arrodillada, y la Unión Soviética debatiéndose en sus querellas y purgas internas.
Versalles fue una nefasta solución a la Primera Guerra Mundial; una década después, en Alemania subía Hitler al poder y la Unión Soviética se convertía en una gran potencia militar con objetivos expansionistas. Dos revoluciones paralelas se impusieron en Europa, la socialista y la nacionalsocialista; el resultado fue la Segunda Guerra Mundial, al final de la cual, el continente quedó devastado y la civilización europea hundida en el fracaso más absoluto.
Berlín 1945.
Cuando el 17 de julio de 1945 se reunieron en Potsdam, cerca de Berlín, los vencedores de la Segunda Guerra Mundial, eran conscientes de que Versalles había sido una grave equivocación; al menos Winston Churchill lo había comprendido desde hacía tiempo, calificando como suicida la política británica de entreguerras.
Potsdam fue un acuerdo muy diferente a Versalles; en principio, porque los Estados que participaron fueron otros; Francia estuvo ausente porque no fue realmente uno de los vencedores. Por otra parte, Gran Bretaña, quedó, a pesar de Curchill en un segundo plano con respecto a Estados Unidos y la Unión Soviética. Estas dos últimas potencias fueron las auténticas vencedoras de la guerra y las que se aprovecharon de los resultados de la misma; en Potsdam el mundo quedó dividido en dos bloques, cada uno de los cuales actuaban según los intereses de Estados Unidos y la Unión Soviética respectivamente; Europa quedó vencida y dividida; solo Gran Bretaña mantuvo cierto estatus como aliado preferente de Estados Unidos.
Churchill, Truman y Stalin en Potsdam.
Como he explicado en otros artículos, la estrategia de Estados Unidos para evitar que la propaganda soviética echase raíces en la devastada Europa Occidental fue promover un sistema político basado en la socialdemocracia; es decir, un sistema de economía de mercado, pero con unas garantías de bienestar social como jamás habían existido en la Historia. Este sistema estaba alimentado artificialmente desde el principio; como muestra de ello veamos la inyección de capital que recibió Europa gracias al Plan Marshall:
Alemania Occidental (1.448 millones de dólares).
Francia (2.296 millones de dólares).
Reino Unido (3.297 millones de dólares).
Italia (1.204 millones de dólares).
Países Bajos (1.128 millones de dólares).
Bélgica y Luxemburgo (777 millones de dólares).
Dinamarca (385 millones de dólares).
Grecia (366 millones de dólares).
Suecia (347 millones de dólares).
Noruega (372 millones de dólares).
Suiza (250 millones de dólares).
Para ofrecer un frente compacto ante el bloque soviético se firmó en 1.951 el Tratado de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, y más tarde, en 1.957, el Tratado de Roma. Con estos pactos los Estados de Europa Occidental creaban una zona de libre comercio, que tendría la virtud de vincular los intereses de todos ellos y promover la colaboración en lugar de la rivalidad y la competencia.
Esta fórmula estratégica dio buen resultado, en principio porque los Estados de Europa Occidental se recuperaron económicamente con gran rapidez y las luchas sociales quedaron muy atenuadas; gobiernos, empresarios y sindicatos se comprometieron a no hacerse mucho daño entre ellos; hasta tal punto que las organizaciones sindicales se convirtieron en unos órganos más del Estado.
Aún así, lo que se denominó Guerra Fría, no fue fácil en absoluto; sobre todo cuando la propaganda soviética penetró en las universidades y los ambientes estudiantiles. El gran éxito de esta propaganda consistió en hacer creer a millones de personas que en el bloque soviético no existían diferencias sociales; es decir, que se trataba de una sociedad igualitaria.
A finales de la década de los 60 parecía que la Unión Soviética podía ganar la partida, pero pocos años después, el movimiento estudiantil se desgastó, y era evidente que la calidad de vida de la clase trabajadora europea era de las más altas del mundo. A finales de la década de los 80 la contrapropaganda puso en evidencia el atraso económico y social de la Unión Soviética, y así fueron desarrollándose los acontecimientos hasta que en 1.991 la U.R.S.S. desapareció.
Fidel Castro y Kruschev en la Plaza Roja de Moscú.
El final de la Guerra Fría y de la política de bloques marcó el comienzo de un tiempo nuevo. El gran adversario había sido vencido y ahora el centro de interés internacional se había desplazado hacia el Próximo y Medio Oriente. En el plano estratégico Europa ya no era el punto más caliente del planeta, esto tuvo consecuencias económicas sociales y políticas importantes.
La socialdemocracia, que tan eficaz se había mostrado en otro tiempo, ya no era tan necesaria; las posiciones políticas comenzaron a polarizarse. Además, la socialdemocracia era un sistema que salía muy caro de mantener, pues solo era posible con unos impuestos muy altos en una economía próspera en la que la rentabilidad de inversores y empresarios fuese muy alta.
A finales del Siglo XX la perspectiva no era muy buena. En 1914 los Estados de Europa eran los dueños de la mayor parte del planeta, treinta años después Europa estaba devastada y había pasado a un segundo plano; por otra parte, la mitad del continente se encontraba bajo un régimen totalitario donde los individuos carecían de derechos. Era evidente que Europa, como civilización, había fracasado.
Sin embargo, la socialdemocracia y los tratados de cooperación europea habían construido una serie de estructuras económicas y políticas que estaban manejadas por una clase política que podemos llamar comunitaria. Esta clase había actuado de manera eficiente durante la política de bloques y había conseguido establecer una densa red de intereses comunes entre los Estados de Europa Occidental. Cuando a comienzos de la década de los 90 se produjo la desaparición de la Unión Soviética y la reunificación alemana, estos políticos comunitarios trazaron un plan para continuar manejando los hilos de la política europea; no por amor a ningún proyecto de unión de los pueblos de Europa, como asegura la retórica utilizada, sino por el simple y, en el fondo, más sano instinto de supervivencia.
Así, en 1992, inmediatamente después de la desaparición de la U.R.S.S., se firmó el Tratado de Maastricht, por el cual se dieron los primeros pasos hacia la construcción de un Estado federal provisto de una moneda única y un banco central europeo.
Fracaso de los grupos dirigentes europeos en el Siglo XX e instinto de supervivencia y audacia política en los grupos dirigentes de comienzos del Siglo XXI; historia de un continente caído en desgracia e historia de un futuro incierto.