Hoy en día el instrumento que agita las aguas del concepto de España no es la reflexión intelectual, sino la ambición descarnada, la demagogia más tosca y un torbellino de odios y rencillas alimentados día tras día, año tras año.
Veo conveniente, por tanto, que la reflexión se imponga al elemento irracional o a los argumentos interesados. Por ello me referiré en este Comentario a un tema que ha surgido últimamente en la prensa y en ciertos debates públicos; se trata del momento en que fue fundado el Estado Español, concepto que creo que hay que diferenciar del de Nación Española.
Porque el concepto de nación siempre ha sido difuso; ¿ qué vincula a los individuos que pertenecen a una nación?, ¿la genética?, ¿la lengua?, ¿las tradiciones? Y la hipotética existencia de estos vínculos, ¿tiene como consecuencia necesaria que todos los individuos que participan de ellos deban organizarse políticamente en una sola entidad?
El concepto de nación es absolutamente escurridizo por consistir en una abstracción cuyos trazos recuerdan muy lejanamente un fugitivo objeto.
Otra cosa es el Estado. El Estado es algo que se afirma sobre la tierra, posee herramientas y reglas muy precisas, tiene voluntad de mando y no permite agresiones. El Estado existe sin lugar a dudas, utiliza símbolos que lo representen y es susceptible de adjudicársele una fecha de nacimiento y otra de muerte.
Alfonso VI de León y Castilla se hacía llamar "Emperador de Hispania". Como argumento a favor de este título exponía que, excepto Navarra, Aragón y los condados catalanes, todos en la Península le pagaban tributos. De esta manera se convirtió en el rey más rico de su tiempo. La mayor parte de estos ingresos procedían de los tributos que pagaban anualmente los reinos musulmanes de la Península; estos pagos se denominaban parias.
Aunque Alfonso VI encontrase placer en ser conocido como "Emperador de Hispania", estaba muy lejos de su intención anexionarse los reinos musulmanes, conocidos con el nombre de taifas. Prefería obligarles a pagar, ofreciéndoles su protección; en caso contrario, los amenazaba con hacer incursiones de saqueo, arrasar sus campos y apresar a centenares de cautivos. Otra amenaza que se podía esgrimir era apoyar a la facción contraria a la familia reinante en aquel momento. Tanto es así, que cuando conquistó Toledo, lo hizo solamente porque pensó que no le quedaba otra alternativa, pues la situación social y política de aquella taifa era tan explosiva que peligraba el cobro de tributos. No tenía, por tanto, intención de crear un proyecto de Estado que abarcase toda la Península Ibérica, aunque no dudó en hacer toda la propaganda posible tras la conquista de Toledo el 25 de Mayo de 1085, afirmando que al recuperar para la cristiandad la antigua capital del reino visigodo, se establecía un vínculo entre aquella desaparecida monarquía y su corona.
El conflicto radicaba en que en la Península había otro rey que tenía también pretensiones de grandeza; éste era Al-Mutamid, rey de la taifa de Sevilla. Al-Mutamid pagaba de muy mala gana las parias a Alfonso VI, sobre todo porque se veía a sí mismo como un rey tan poderoso o más que aquel. La Taifa de Sevilla había ido incorporando extensos territorios a su dominio, en especial la ciudad de Córdoba, antigua capital del Califato, conquista que cubría de prestigio a Al-Mutamid y lo presentaba como posible emir de todo Al-Andalus.
Taifa de Sevilla y su expansión en el Siglo XI.
En resumidas cuentas, la taifa de Sevilla era un reino rico y poderoso que había aumentado su territorio extraordinariamente en solo cincuenta años. Era, por tanto, natural que Al-Mutamid desease dejar de pagar el tributo a Alfonso. Sin embargo, las dudas asaltaban a Al-Mutamid; aunque conocía perfectamente los acontecimientos que habían desembocado en la conquista de Toledo por parte de Alfonso, y que éste no tenía intención de conquistar Sevilla, dudó de las intenciones del rey cristiano y se sintió amenazado. Así pues, Al-Mutamid se movía entre el miedo y la ambición.
Que
Alfonso tuviera previsto conquistar Córdoba era bastante probable, pero que
tuviese intención de hacer lo mismo con Sevilla ya no lo era tanto. En
principio porque le interesaba más cobrar las parias que un reino tan rico le
pagaba desde hacía mucho tiempo, pero también porque carecía de recursos
humanos para mantener en su poder un reino tan extenso y poblado en el que
habitaban pocos cristianos en relación al número de ellos que residían en la
ciudad de Toledo. Mantener sometida a una población tan numerosa y mayoritaria
de musulmanes parecía difícil en unos tiempos en los que los Estados tenían
escasos instrumentos de control. Más bien lo que Alfonso contemplaba era
debilitar al reino de Al-Mutamid troceándolo, ya que en los últimos años había
experimentado una gran expansión a costa de otras pequeñas taifas.
En
1086 Al-Mutamid creía que había llegado el momento de dejar de pagar las parias
y devolver a los cristianos al otro lado del Sistema Central, pero como sabía
que la empresa no era fácil hizo una solicitud formal para que los almorávides
entraran en la Península Ibérica, y estos aceptaron la invitación.
Aquí cometió Al-Mutamid una gran equivocación que a la postre le costaría el trono. Esta fue la segunda ocasión en que desde la Península se solicitó ayuda a los amos del Norte de África. En ambas ocasiones y en las que siguieron después el resultado fue siempre letal para los solicitantes. La primera vez fue cuando la nobleza visigoda del partido de los hijos de Witiza llamó en su ayuda a Muza, emir de África, hombre que debía todos los honores de que disfrutaba a la familia de los Omeyas. El asunto se saldó con la desaparición del reino visigodo y el sometimiento de Hispania a los nuevos señores venidos de Oriente. Sin embargo, la masa de invasores, los que realmente llevaron a cabo la conquista fueron los bereberes, es decir, norteafricanos.
Caballería musulmana dirigiéndose al combate.
En 1086 fueron los almorávides los que oyeron la llamada de auxilio que procedía de la Península Ibérica.
Aquí cometió Al-Mutamid una gran equivocación que a la postre le costaría el trono. Esta fue la segunda ocasión en que desde la Península se solicitó ayuda a los amos del Norte de África. En ambas ocasiones y en las que siguieron después el resultado fue siempre letal para los solicitantes. La primera vez fue cuando la nobleza visigoda del partido de los hijos de Witiza llamó en su ayuda a Muza, emir de África, hombre que debía todos los honores de que disfrutaba a la familia de los Omeyas. El asunto se saldó con la desaparición del reino visigodo y el sometimiento de Hispania a los nuevos señores venidos de Oriente. Sin embargo, la masa de invasores, los que realmente llevaron a cabo la conquista fueron los bereberes, es decir, norteafricanos.
Caballería musulmana dirigiéndose al combate.
En 1086 fueron los almorávides los que oyeron la llamada de auxilio que procedía de la Península Ibérica.
Los almorávides, nombre que
significa “unidos para la guerra santa” eran una secta islámica que tenía su
origen entre las tribus de tuaregs del Sahara occidental; allí el faqih Ibn
Yasin había predicado una versión simple, ascética y militante del Islam y en
unas décadas los almorávides habían creado un estado teocrático que abarcaba
todo el Sahara occidental, el norte de Senegal, oeste de Argelia y Marruecos. Ese
mismo año de 1086 el emir Yusuf Ibn Tasufin cruzó el estrecho de Gibraltar y
desembarcó en Algeciras acompañado del temible ejército almorávide. Poco
después se reunieron con las tropas de los reinos de taifas y se dirigieron a
Extremadura, donde el día 23 de octubre de 1086 derrotaron en la batalla de
Sagrajas al ejército de Alfonso VI.
En este momento es cuando Alfonso
VI decide verdaderamente cambiar de estrategia orientando la cruzada hacia la
zona del levante. Repuesto de la derrota de Sagrajas, y con el apoyo papal,
toma el castillo de Aledo, en Murcia, desde donde acosa a las Taifas andalusíes
con renovado empeño.
Al-Mutamid y los otros reyes de
taifas sintieron miedo con estas novedades, pues sabían bien que Alfonso
buscaba ahora la venganza y no pararía hasta destronarlos. Por esa razón el rey
de Sevilla llamó de nuevo a Yufuf Ibn Tasufin para que le acompañase en una
campaña contra los cristianos. Tasufín ya había empezado a hacerse un concepto
muy negativo de los reyes de Al-Andalus, los consideraba poco piadosos y nada
cumplidores con los preceptos del Islam; aún así acudió.
En 1088 Ibn Tasufin cruzó de nuevo
el estrecho con su ejército de almorávides y en unión de los reyes de taifas se
dirigió a la fortaleza de Aledo, bastión fronterizo de Alfonso desde donde
amenazaba a los andalusíes. El asedio del castillo de Aledo fue largo y
frustrante para los ejércitos musulmanes porque los cristianos no se rendían y
combatían a la desesperada. De Murcia vinieron técnicos en poliorcética que
construyeron máquinas e ingenios de asalto, pero todo fue inútil, los asediados
resistían y la moral de los musulmanes decaía rápidamente dando lugar a
disputas entre ellos. Lo que más daño hizo al bando asaltante fue la deserción
de los reyes andalusíes que veían como se prolongaba la campaña sin resultados,
mientras ellos estaban ausentes de sus dominios. En esas circunstancias Alfonso
VI se presentó ante el castillo con un poderoso ejército y los almorávides
viéndolo todo perdido se retiraron.
Sin embargo en el año 1090 las cosas se torcieron de forma irremediable cuando Yusuf Ibn
Tasufin desembarcó por tercera vez en la Península Ibérica dispuesto a
destituir a todos los reyes de taifas y anexionarse todo el territorio de
Al-Andalus. El emir almorávide pensaba que las taifas eran incapaces de
defenderse a sí mismas, debido a su corrupción, su abandono de la recta
religión y su falta de ánimo combativo. Creía que la pérdida de los territorios
de Al-Andalus en manos de los cristianos era cuestión de poco tiempo y que su
deber como buen musulmán era preservarlos en la verdadera fe.
Al-Mutamid fue
destronado y enviado al exilio y los almorávides se hicieron dueños de todas
las taifas. Con ello la suerte da un cambio definitivo para Alfonso VI ya que
se verá obligado a permanecer a la defensiva durante el resto de su reinado y
sufrirá varias derrotas en múltiples enfrentamientos con los africanos; la más
dolorosa, la de Uclés, en el año 1108, durísima batalla en la que murió Sancho
Alfonsez, hijo de Alfonso VI y heredero de las coronas de León y Castilla. A
principios del verano del año siguiente moría el rey Alfonso, cansado de
guerrear, con el reino amenazado por un enemigo implacable y sin un
descendiente masculino al que entregar la corona.
Aún así, el balance de
su reinado no fue totalmente negativo. Es cierto que los almorávides sometieron
a los reinos cristianos de la Península Ibérica a una época de violencia y
lucha frenética que no se recordaba desde los tiempos de Al-Mansur, pero a
cambio la Reconquista se orientó hacia levante, donde en el siglo venidero se
pondrían las bases para la definitiva conquista del valle del Guadalquivir; por
otra parte, Al-Andalus entraría con la invasión africana en una fase de
inevitable decadencia cultural marcada por la imposición del fanatismo religioso.
Por otra parte hay que considerar que la llegada de los almorávides a la Península Ibérica tuvo grandes consecuencias que hicieron que los acontecimientos históricos se orientasen en un sentido concreto. Podemos decir que esta invasión norteafricana retrasó la Reconquista durante unos 130 años; de hecho, sin la intervención de los almorávides y los almohades, los reinos musulmanes podrían haber sido anexionados en conjunto a principios del Siglo XII. Castilla no hubiera tenido rival entre el resto de los reinos cristianos y hubiese acaudillado la reunificación del territorio peninsular. Pero esto último pertenece al terreno de la especulación, no de la Historia.