domingo, 29 de junio de 2014

AQUELLOS SOLDADOS VALIENTES.

En el último artículo que publiqué en este blog, titulado HACE 100 AÑOS (http://comentariosdelahistoria.blogspot.com.es/2014/06/hace-100-anos.html), afirmé que la clase dirigente europea de principios del Siglo XX fue incapaz de evitar el estallido de la Primera Guerra Mundial porque vivía sumergida en un sentimiento de triunfo y superioridad moral. Esta actitud inconsciente tuvo como consecuencia que los conflictos no se pudiesen solucionar mediante la negociación y se actuase precipitadamente y con una perspectiva absolutamente equivocada. En aquel asunto todos tenían altas probabilidades de perder más que ganar, y sin embargo, se lanzaron a la Guerra asegurando que habían hecho todo lo posible por evitarla. Falso.
Como dije en aquel artículo, aquellos dirigentes tenían el alma horadada por la soberbia. En el fondo sentían un gran desprecio por todo lo que no fuera ellos mismos. El Siglo XIX había sido una época optimista, y los logros alcanzados en la ciencia, la tecnología y el desarrollo económico así lo atestiguaban. El peligro de las revueltas sociales que incendiaron Europa desde finales del Siglo XVIII hasta mediados del XIX parecía haber pasado y el socialismo, de carácter internacional, había encontrado una línea insalvable en el espíritu nacional que poseía la clase obrera. ¿Pero quién aseguraba a aquellos prohombres que nacionalismo y socialismo eran tan incompatibles? Hoy sabemos que son dos fluidos que pueden mezclarse; con nefastas consecuencias.
Desde luego que aquellos políticos europeos de 1914 no tuvieron escrúpulos para mandar a millones de soldados al sacrificio; aunque hay que alegar en su descargo que ni siquiera imaginaban que aquello iba a ocurrir. Sí que estaban dispuestos a sacrificar a unas decenas de miles en coloridas batallas en las que los oficiales lucirían bellas cimeras. Después, pensaban, volverían a la mesa de negociaciones, y algunos esperaban llevarse alguna presa.
Pero por desgracia no fue así, y a principios de 1915 ya sabían todos que aquella guerra iba a ser extremadamente cruel; las bajas serían abrumadoras. Por esta razón, la maquinaria de la propaganda se puso a funcionar a todo rendimiento. Cuando miles de familias comenzaron a recibir la dolorosa noticia de un padre o un hijo caído en combate, los gobiernos europeos empezaron a no sentirse tan seguros de sí mismos.
Curiosamente, la clase trabajadora de todos los Estados combatientes tuvo una actitud leal y colaboradora, aún ante el hecho de las bajas masivas. Sin duda el espíritu nacional funcionaba eficazmente, eran gente sencilla que creía en la defensa de su patria, de sus familias y de sus vecinos. Durante un tiempo los conflictos sociales quedaron aparcados; había que luchar por la nación, y el orgullo de ser francés, alemán, británico o ruso actuaba como estimulante que enardecía los ánimos.
Para mantener aquella moral alta la propaganda actuó en dos escenarios: la vanguardia y la retaguardia. En la primera había que convencer al soldado de la importancia de su labor y de que era admirado por sus familias, que esperaban su regreso. En la retaguardia era necesario convencer a la población civil de que la guerra acabaría con la victoria final, de que los soldados se encontraban bien atendidos y contentos.
El correo entre el frente y la retaguardia fue uno de los instrumentos básicos para mantener firmes los ánimos, tarea difícil, porque en el verano de 1915 el conflicto ya parecía no tener solución.
En la siguiente postal los esposos o amantes se juran fidelidad en la separación cuando el soldado debe acudir al frente. La fidelidad es una virtud que se elogia por encima de todo.


En esta otra imagen se insiste en la fidelidad del soldado con su esposa y con su patria.

Otra imagen de fidelidad es la siguiente:

En esta otra imagen el soldado se despide de su familia y se refiere a la probable muerte como "entrar en Valhalla".

En el lado británico la propaganda pone menos énfasis en el deber y la fidelidad, prefiriendo dar más importancia al tono romántico, al de los sentimientos personales.

Como el soldado británico lucha en los campos de Francia, las postales podían incluir una frase en francés, para dar sensación de proximidad:

En el bando francés también se remarcaba el tono romántico; todo ello envuelto en una atmósfera idílica:

La propaganda hace continua referencia a la defensa de las fronteras frente al exterior. En la siguiente imagen este espíritu de defensa nacional aparece representado como un perro guardián:

Otro aspecto que había que cuidar era que en retaguardia se tuviese la seguridad de que los soldados estaban bien cuidados y atendidos:

Además, era necesario resaltar que se trataba de héroes, que se sacrificaban por la patria, aunque en un principio no aparezcan heridos y agotados:


El tono procura ser animado, quitando hierro al asunto; como en esta imagen donde se dice: "Un buen sombrero".

Pero, al prolongarse la guerra, los efectos devastadores del conflicto comenzaron a ser evidentes en retaguardia. La propaganda no pudo ocultar o disimular los cientos de miles de bajas que se producían en esta o aquella batalla. A la exaltación de la fidelidad conyugal y patriótica y al espíritu romántico los sustituyó el deseo de sobrevivir y la encomienda a Dios:


En la siguiente postal puede leerse: "Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a quienes nos ofenden".


Sin duda los soldados de ambos bandos se comportaron valientemente; mucho más de lo que se puede esperar de un ser humano. Padecieron todo tipo de privaciones y trabajos, murieron en masa y miles de ellos quedaron terriblemente mutilados. Todo este inmenso caudal de valor y sacrificio fue malgastado en aquella guerra; los derrochadores fueron aquellas clases dirigentes a las que nos hemos referido, que dominaban la política y la economía. Sus intereses particulares primaron siempre sobre los de una población ingenua, que creía todavía en los grandes ideales de la nación. Aquel baño de sangre acabó por desengañar a muchos ciudadanos europeos, y el sentimiento de amor a la patria se trocó en odio de clase y acción política basada en la violencia. El socialismo y los movimientos obreros, que en un principio aceptaron colaborar en la defensa nacional, se fracturaron y surgió una nueva corriente partidaria de tumbar el sistema e instaurar una dictadura de la clase obrera. La revolución estaba en marcha.

Para una información más detallada sobre los combates en el frente Occidental, ver:https://sites.google.com/site/temasdelahistoria/la-guerra-en-las-trincheras

domingo, 22 de junio de 2014

HACE 100 AÑOS

Hoy, 28 de Junio de 2014 hace 100 años que el nacionalista serbio Gavrilo Princip asesinó al archiduque Francisco Fernando de Austria, heredero del trono del Imperio Austro-Húngaro en la ciudad de Sarajevo. Aquel atentado sangriento puso en marcha las ruedas de una febril actividad diplomática que es conocida con el nombre de Crisis de Julio, que, tras agotadores esfuerzos, desembocó en el estallido de la Primera Guerra Mundial (https://sites.google.com/site/temasdelahistoria/siglo-xx).
Con ello, un mundo entero caminó directamente hacia el suicidio. No quiero que se me interprete mal; aquel mundo era el de los grandes Imperios europeos, construidos durante varios siglos, amos del mundo en aquel tiempo. Gran Bretaña, Francia, Alemania y Rusia eran potencias formidables, con economías en rápido crecimiento, sociedades prestas a alcanzar un alto nivel de desarrollo humano, dueñas de la inmensa mayoría del volumen de intercambios comerciales a nivel mundial. Manejaban los hilos de una porción abrumadora del capital financiero y controlaban ferreamente los mercados de África, Asia y Oceanía. Dominaban el Mundo y a gran parte de los pueblos de la Tierra.
                              Francisco Fernando de Austria.

Y a pesar de todo esto, fueron incapaces durante la Crisis de Julio de evitar el enfrentamiento armado que los llevaría a verse envueltos en un conflicto que se prolongó hasta 1945, a través de dos temibles guerras, al final del cual perdieron todos ellos la supremacía política, económica, militar y cultural en el Mundo. El caso de Rusia es especial, pues el antiguo imperio zarista quedó transformado en la punta de lanza de una ideología totalitaria con vocación internacional, la Unión Soviética(http://comentariosdelahistoria.blogspot.com.es/2013/12/europa-sin-historia.html).
¿Qué le ocurrió a la clase dirigente de la Europa de principios del Siglo XX para no darse cuenta de que estaban preparando su autodestrucción? La única respuesta posible es de carácter muy humano: soberbia y ambición, dos ingredientes habituales del espíritu de los que se consideran triunfadores.
Desde mediados del Siglo XIX se había ido gestando en Europa una clase política ávida de prestigio y poder; los escrúpulos eran escasos cuando se apreciaba la posibilidad de enriquecerse o ascender en la escala social. Esto suponía a la vez que la línea que separaba el ámbito político del ámbito estrictamente económico era extremadamente difusa; política y gran capital eran prácticamente la misma cosa. Aquella clase dirigente miraba con desdén a las clases trabajadoras y justificaba su encumbramiento por causa de una cierta superioridad con respecto a la mayoría, a la cual consideraba degradada moralmente.
No obstante, esta actitud altiva tenía una fuerte contestación desde principios del Siglo XIX por parte del socialismo y del anarquismo. Las organizaciones obreras fueron aumentando su capacidad de movilización de las masas y la efectividad de su propaganda ideológica, y con ello saltó la alarma entre las clases dirigentes de todos los Estados Europeos.
Cartel  sindicalista que anima a los trabajadores a la lucha social.

         
Impedir el desarrollo de la organización obrera y paralizar sus reivindicaciones no era tarea fácil; aunque se fuese cediendo poco a poco en ciertas parcelas, nadie podía evitar que las posturas maximalistas se resistiesen a desaparecer. A principios del Siglo XX el sufragio era prácticamente universal para los varones en toda Europa Occidental y muchas reivindicaciones de las organizaciones sindicales habían sido satisfechas, aunque todavía quedaban muchas otras sin alcanzar, y en conjunto aquella sociedad se hallaba muy lejos del bienestar.
La herramienta que pareció más eficaz a las clases dirigentes del Siglo XIX para mantener el sistema económico, social y político fue un concepto que había surgido paralelamente y como hermano gemelo de los derechos individuales; estamos hablando del Nacionalismo.
Las ideas que cuajaron definitivamente en la Revolución Francesa proclamaban una serie de derechos y libertades del individuo; es lo que los americanos habían denominado Derechos Humanos. Pero el individuo no estaba solo, los seres humanos se organizaban en sociedad. El sujeto físico de aquella sociedad era el pueblo, es decir, el conjunto de individuos que la componían, que, a su vez, era soberano en cuanto a decidir su destino. Los pueblos de la Tierra no estaban unidos, sino divididos en multitud de comunidades; a cada una de ellas se le llamaba Nación.
El concepto de Nación hundía muy profundamente sus raíces en la Historia de Europa; no en vano había sido indispensable para la formación del Estado moderno, pero ahora, vinculado a los ideales de la Revolución Francesa daba lugar a un nuevo engendro, un ismo, es decir una idea que pasaba a la categoría de creencia.
Durante todo el Siglo XIX las clases dirigentes de los Estados europeos utilizaron el Nacionalismo como argamasa capaz de mantener estrechamente vinculados a todos los grupos sociales que presentaban múltiples desavenencias entre ellos. Cuando la situación económica parecía estancarse, se emprendió la tarea de colonizar Asia y África como forma de conseguir materias primas, recursos energéticos y crear nuevos mercados; en esta faena participó toda la sociedad, fue una auténtica empresa nacional y proporcionó, a la vez, el argumento de la supuesta superioridad de la civilización europea, y por ende, de las naciones europeas.
                      Extracción de recursos en el África colonial.

Sin duda el espíritu nacional sirvió bien a los intereses de unas clases dirigentes que llegaron a creer que el momento de peligro había pasado porque las organizaciones políticas y sindicales obreras comenzaban a ser domesticadas gracias a ciertas concesiones y a la bonanza económica que había traído consigo el colonialismo. Tan importante era esto último que una de las causas de la tensión entre los Estados europeos anterior a 1914 era la opinión de que el reparto colonial no se había hecho de manera equitativa y que Alemania había quedado fuera del mismo a pesar de ser una de las mayores potencias industriales.
Las sociedades europeas de principios del Siglo XX se percibían a sí mismas como triunfantes. Dominaban el mundo, los avances de la ciencia eran espectaculares, en ciertos Estados estaba surgiendo una clase media cada vez más numerosa, la sociedad de consumo se imponía poco a poco, cada vez había más productos al alcance de todos. Y este exceso de confianza, esta ceguera ante los enormes problemas subyacentes fueron decisivas en la incapacidad para resolver la Crisis de Julio y evitar el estallido de la Primera Guerra Mundial.
El 29 de Julio de 1914 Austria-Hungría declaró la guerra a Serbia y con ello comenzó el conflicto armado más importante que había conocido la Historia hasta el momento. Todos creían al principio que se trataría de una guerra corta, de apenas cinco meses, en la que cada nación europea pondría de relieve su valentía y su poder, pero los vistosos uniformes y las cargas de caballería acabaron ahogados en el barro de las trincheras. La matanza fue estúpida y, si ustedes me lo permiten, inútil.
Cuando aquellos políticos con la pechera llena de medallas e insignias cayeron en la cuenta ya era demasiado tarde para retroceder; no se habían dado cuenta de que la prosperidad europea se basaba en un delicado equilibrio que hacía mucho tiempo que costaba enormes esfuerzos para ser mantenido. El sistema había prosperado tras las guerras napoleónicas y poco a poco se había impuesto el Estado de Derecho y la ciudadanía, pero ahora las ambiciones gobernaban las mentes y se lanzó alegremente a los soldados a una guerra en la que aparecieron armas nuevas y terribles, en la que quedó enterrado el romanticismo y el optimismo del Siglo XIX.
 La caballería francesa es despedida en París entre vítores del público.

El conflicto se cerró en falso y abrió la puerta inmediatamente a las ideologías totalitarias, que proporcionaron a Europa un baño de sangre entre 1917 y 1945. Sus efectos se prolongaron hasta la desaparición de la Unión Soviética a finales del Siglo XX.

domingo, 1 de junio de 2014

COMENTARIOS SOBRE ESPAÑA. II

Hay ocasiones en que las cosas van tan absolutamente mal que es difícil que empeoren; contrariando a los pesimistas, que piensan que todo siempre puede ir a peor. A veces, digo, surge alguien providencial, alguien dispuesto a no dejarse avasallar por las circunstancias; y entonces ocurre que todo da un vuelco inesperado y rápido. Esto ocurrió con Alfonso VIII de Castilla entre finales del Siglo XII y principios del Siglo XIII.
El Siglo XII había sido nefasto para los reinos cristianos de la Península Ibérica. Alfonso VI había estado a punto de resolver la cuestión de la Reconquista definitivamente, pero la invasión de los almorávides desbarató esta posibilidad. Es cierto que el final de su reinado no fue tan desastroso desde el punto de vista militar como puede pensarse; fue capaz de detener la avalancha norteafricana y no perdió ningún territorio que hubiera conquistado previamente; incluso retuvo la ciudad de Toledo, punto crítico de toda la estrategia del Sur de la Meseta. Otra cuestión es que no dejó herederos varones, cosa que en aquella época era fuente de conflictos, porque según las leyes del Reino de León una mujer no podía reinar sola, y por esta razón su hija Urraca, viuda, se desposó por segunda vez para poder ceñir la corona. Contrajo matrimonio con su primo lejano Alfonso I el Batallador, rey de Aragón y Navarra, que como su apodo indica, dedicó buena parte de sus esfuerzos en combatir a los almorávides, que continuaban belicosos, aunque cada vez más acomodados al lujo de las ciudades hispanomusulmanas.

Moneda de Alfonso I el Batallador acuñada en Castilla.

Alfonso I el Batallador tuvo la oportunidad de unificar todos los reinos cristianos de la Península a comienzos del Siglo XII, pero la situación aún no estaba suficientemente madura y la nobleza de León, celosa de sus privilegios, se sublevó contra el enérgico rey aragonés, que entregaba castillos y dominios a los señores aragoneses y navarros. Finalmente, tras muchos enfrentamientos, el Papa anuló el matrimonio con la excusa de no haberse consumado y la nobleza del Reino de León se impuso, consiguiendo que fuese nombrado heredero del trono Alfonso VII, hijo del primer matrimonio de Urraca con un príncipe borgoñón.
Alfonso VII ciñó las coronas de León y Castilla en 1126, cuando el Imperio almorávide daba señas de cansancio. Antes de hacer la guerra a los norteafricanos impuso su autoridad a la nobleza, llegó a un acuerdo sobre las fronteras entre Castilla y Aragón e intentó extender su influencia al Norte de los Pirineos; por todos estos éxitos en 1135 se hizo coronar "Emperador de toda Hispania" en la catedral de León.
                       Moneda de Alfonso VII con el título de Emperador.

Sin embargo, y de forma un tanto semejante a lo que le ocurrió a su abuelo Alfonso VI, sus logros iniciales se cerraron al final de su reino con una serie de reveses que poco después conducirían a la Hispania cristiana al borde de la catástrofe. Confiado en la debilidad de los almorávides, realizó varias campañas militares en territorio musulmán; entre 1146 y 1149 ocupó la ciudad de Córdoba; por estas fechas el Imperio almorávide se desmoronaba y surgían de nuevo los reinos de taifas. Sin embargo, esta situación fue poco duradera, porque casi simultáneamente llegan a la Península los primeros ejércitos almohades, llamados por los débiles reyes de las taifas, que temían ser aniquilados por los castellano-leoneses.
Los almohades (al-muwahhidun, "defensores de la unidad religiosa") eran una secta islámica surgida en las montañas del Atlas que propugnaba una versión más compleja y mística del Islam, en lugar de la religión simple que predicaban los almorávides. Hacia 1147 se habían adueñado de Marruecos y habían comenzado a intervenir en la Península Ibérica; en 1172 ejercían ya un firme control sobre las nuevas taifas.



 En 1157 Alfonso VII murió demostrando que sus ambiciones imperiales corrían parejas a su sentido patrimonial de la Corona; tuvo la ruinosa idea de repartir sus reinos entre sus hijos; al primogénito, Sancho III, entregó Castilla, mientras que al menor, Fernando II, entregó León. Ambos reinos permanecieron separados durante casi tres cuartos de siglo, hasta que Fernando III el Santo los reunió en 1230.
Esta división puso fin a las ambiciones leonesas de establecer un imperio sobre toda la Hispania cristiana. Durante mucho tiempo, León había sido el mayor y más importante de los Estados hispanocristianos, pero la Reconquista del Siglo XI había permitido la expansión de Castilla hasta casi igualar las dimensiones de aquel.
Sancho III solo sobrevivió un año a su padre y al morir dejó el trono en manos de un niño de tres años de edad, Alfonso VIII.
Alfonso VIII
     
Este rey niño era la ocasión que estaban esperando los nobles castellanos para imponer su voluntad y socavar la autoridad real. Se formaron dos bandos rivales en torno a las familias de los Castro y los Lara; durante diez años los nobles usurparon la autoridad real e incrementaron sus dominios señoriales. Aumentaron los tributos y se expandieron los derechos señoriales; el pueblo sufrió toda clase de arbitrariedades y abusos.
Si no hubiera sido por la resistencia desesperada de los concejos establecidos a lo lago del río Tajo, dirigidos por la pequeña nobleza de los caballeros, los almohades hubieran hecho retroceder la Reconquista a los tiempos de Almanzor, pero las fronteras aguantaron, a pesar de los enfrentamientos civiles que padecían Castilla y León.
¿Quién iba a pensar que aquel niño tendría años después el necesario carácter para devolver a la nobleza al sitio que le correspondía, recuperar lo perdido cuando, por su corta edad, no podía defenderse y asestar un golpe mortal al Islam que acabaría con más de un siglo de invasiones norteafricanas.
Verdaderamante, aunque los siglos XI y XII fueron una sucesión de contratiempos para el nuevo proyecto de un Estado español unido, hay que reconocer que también hubo una sucesión de grandes reyes que lucharon sin descanso. Sin figuras como las de Alfonso VI, Alfonso I el Batallador, Alfonso VII y Alfonso VIII no hubiera sido posible la expulsión de los norteafricanos y el avance del proyecto español.
Como hemos afirmado, la minoría de edad de Alfonso VIII fue una calamidad para Castilla, no solo porque la nobleza intentase una feudalización total del reino, sino también porque los reyes de León y Aragón aprovecharon para arrebatarle tierras al rey niño e intervenir en las disputas de los nobles castellanos.
Finalmente, quienes acudieron en ayuda del joven rey fueron los concejos de las villas de Castilla. Los caballeros de las ciudades y el pueblo llano entendían que su único protector era el rey; debían, por tanto, preservarlo de peligros y acrecentar su autoridad; en caso contrario, se verían todos en manos de la gran nobleza, sometidos a los abusos feudales.
Ávila fue la más empeñada en dar protección y refugio al rey. En torno al joven monarca se reunieron hombres fieles que lo apartaron de las garras de los Lara y los Castro, y de esta manera en 1170 fue proclamado rey de Castilla en las Cortes de Burgos.
Podemos ver con asombro cómo el pueblo llano toma la iniciativa en fechas muy tempranas en el reino de Castilla, y cómo la nobleza feudal retrocede en sus exigencias ante aquel monarca, paso previo en la consolidación de la autoridad del Estado. La idea de España se concreta, el camino hacia la unidad peninsular parece más firme y abierto. Este camino hacia la unidad de los reinos hispanos comienza con la desaparición del Califato de Córdoba y termina con los Reyes Católicos.
El joven rey tomó la iniciativa y ajustó cuentas con Sancho VI, rey de Navarra, que aprovechando su minoría de edad le había arrebatado parte de La Rioja. También obligó a su tío Fernando II, rey de León a devolverle la ciudad de Burgos, de la que se había apoderado tiempo atrás. Para llevar a cabo estas hazañas se alió con Alfonso II el Casto, rey de Aragón, con el cual acabó firmando el tratado de Cazorla en 1179, por el que se repartían las respectivas influencias en la Península y las zonas de Reconquista en territorio musulmán.
Los almohades provenían de una sociedad más urbana y desarrollada que los almorávides y Al-Ándalus les ofrecía un nivel cultural y económico elevado. Establecieron su capital peninsular en Sevilla y desde sus dominios continuaron durante todo el Siglo XII la mayor amenaza para los territorios fronterizos de Castilla y Aragón. Alfonso VIII se propuso someter el valle del Guadiana y repoblarlo, paso indispensable para detener las ofensivas almohades. Conquistó la ciudad de Cuenca en 1177 e hizo retroceder a los musulmanes a la margen Sur del río. No obstante, sufrió una grave derrota en 1195, en Alarcos, villa recién fundada, que quedó totalmente destruida. La causa de la batalla fue la respuesta almohade a las expediciones militares que habían llevado a cabo poco antes las gentes de Alfonso VIII en el Valle del Guadalquivir.

                             Ruinas del Castillo de Alarcos en la provincia de Ciudad Real.

La derrota fue catastrófica, porque los castellanos se batieron en retirada y los almohades llegaron hasta las mismas puertas de Toledo; retrocedió de esta manera la Reconquista en todo el Sur de La Mancha y todas las plazas que tenía Alfonso VIII en aquella zona se perdieron.
Podríamos pensar que en aquellas fechas el rey castellano había recibido tal golpe que abandonaría el proyecto de devolver a los almohades a África; pero no fue así.
Hemos dicho al principio que en ocasiones, cuando las cosas se ponen difíciles, un carácter basta para dar la vuelta a la situación; pues bien, este era el carácter de Alfonso VIII.
Diecisiete años después, casi al final de su reinado Alfonso VIII se vengo de la derrota de Alarcos. En lugar de caer en la desesperación, se dedicó insistentemente a recuperar lo perdido, dando protagonismo a las órdenes militares de Alcántara, Calatrava y Santiago, buscando el apoyo del Papa y urdiendo una coalición con todos los reinos cristianos de la Península.
Inocencio III, Papa desde 1198, declaró la cruzada contra los almohades; en ello colaboró fervientemente Rodrigo Ximénez de Rada, arzobispo de Toledo, hombre partidario de la lucha sin tregua contra el Islam. Enterado de estos acontecimientos Muhammad An-Nasir, califa almohade conocido como Miramamolín por los cristianos, tomó la determinación de cruzar el estrecho y dirigirse a Al-Ándalus para enfrentarse a la ofensiva de los cruzados. Alfonso VIII había alcanzado un acuerdo con los reyes de Aragón, Navarra, León y Portugal para, todos unidos, derrotar definitivamente a los almohades. Esto ocurrió el Lunes 16 de Julio de 1212 en las Navas de Tolosa, provincia de Jaén.
La batalla de Las Navas de Tolosa supuso la derrota total de los almohades en la Península Ibérica y el comienzo de la descomposición de su imperio en el Norte de África. Al-Ándalus se dividió de nuevo en taifas que volvieron inmediatamente a pagar tributos a los reinos cristianos y el Valle del Guadalquivir quedó abierto a la Reconquista y posterior repoblación castellana. El fin de la lucha secular entre cristianos y musulmanes se acercaba, pero no era inminente; las dificultades de la repoblación y el rebrote de los conflictos señoriales y dinásticos en Castilla permitió la supervivencia del último reducto del Islam en la Península: el reino de Granada, última taifa.
Navas de Tolosa, provincia de Jaén.

      Alfonso VIII solo fue rey de Castilla, pero su importancia en el proceso de unificación peninsular y formación de España es inmensa. Como hemos afirmado anteriormente, en tiempos difíciles surgen personalidades dispuestas a no ceder una vez decidida la empresa. Durante el reinado de AlfonsoVIII se producen tres fenómenos sin los cuales la unidad peninsular hubiera sido imposible.
En primer lugar el sometimiento de la alta nobleza, que se ve obligada a abandonar sus pretensiones feudales y a aceptar la autoridad real. Los nobles volverían a las andadas, pero en este momento especialmente importante la Corona quedó afirmada.
En segundo lugar la aparición del pueblo llano como actor principal de los acontecimientos históricos a través de los concejos, forma de organización de las comunas urbanas.
En tercer lugar el fin del dominio norteafricano sobre la Península Ibérica gracias a la gran victoria obtenida en Las Navas de Tolosa.
En la siguiente entrada de esta serie comentaremos detalladamente los acontecimientos previos a esta batalla, su desarrollo y sus consecuencias.