Con ello, un mundo entero caminó directamente hacia el suicidio. No quiero que se me interprete mal; aquel mundo era el de los grandes Imperios europeos, construidos durante varios siglos, amos del mundo en aquel tiempo. Gran Bretaña, Francia, Alemania y Rusia eran potencias formidables, con economías en rápido crecimiento, sociedades prestas a alcanzar un alto nivel de desarrollo humano, dueñas de la inmensa mayoría del volumen de intercambios comerciales a nivel mundial. Manejaban los hilos de una porción abrumadora del capital financiero y controlaban ferreamente los mercados de África, Asia y Oceanía. Dominaban el Mundo y a gran parte de los pueblos de la Tierra.
Francisco Fernando de Austria.
Y a pesar de todo esto, fueron incapaces durante la Crisis de Julio de evitar el enfrentamiento armado que los llevaría a verse envueltos en un conflicto que se prolongó hasta 1945, a través de dos temibles guerras, al final del cual perdieron todos ellos la supremacía política, económica, militar y cultural en el Mundo. El caso de Rusia es especial, pues el antiguo imperio zarista quedó transformado en la punta de lanza de una ideología totalitaria con vocación internacional, la Unión Soviética(http://comentariosdelahistoria.blogspot.com.es/2013/12/europa-sin-historia.html).
¿Qué le ocurrió a la clase dirigente de la Europa de principios del Siglo XX para no darse cuenta de que estaban preparando su autodestrucción? La única respuesta posible es de carácter muy humano: soberbia y ambición, dos ingredientes habituales del espíritu de los que se consideran triunfadores.
Desde mediados del Siglo XIX se había ido gestando en Europa una clase política ávida de prestigio y poder; los escrúpulos eran escasos cuando se apreciaba la posibilidad de enriquecerse o ascender en la escala social. Esto suponía a la vez que la línea que separaba el ámbito político del ámbito estrictamente económico era extremadamente difusa; política y gran capital eran prácticamente la misma cosa. Aquella clase dirigente miraba con desdén a las clases trabajadoras y justificaba su encumbramiento por causa de una cierta superioridad con respecto a la mayoría, a la cual consideraba degradada moralmente.
No obstante, esta actitud altiva tenía una fuerte contestación desde principios del Siglo XIX por parte del socialismo y del anarquismo. Las organizaciones obreras fueron aumentando su capacidad de movilización de las masas y la efectividad de su propaganda ideológica, y con ello saltó la alarma entre las clases dirigentes de todos los Estados Europeos.
Cartel sindicalista que anima a los trabajadores a la lucha social.
Impedir el desarrollo de la organización obrera y paralizar sus reivindicaciones no era tarea fácil; aunque se fuese cediendo poco a poco en ciertas parcelas, nadie podía evitar que las posturas maximalistas se resistiesen a desaparecer. A principios del Siglo XX el sufragio era prácticamente universal para los varones en toda Europa Occidental y muchas reivindicaciones de las organizaciones sindicales habían sido satisfechas, aunque todavía quedaban muchas otras sin alcanzar, y en conjunto aquella sociedad se hallaba muy lejos del bienestar.
La herramienta que pareció más eficaz a las clases dirigentes del Siglo XIX para mantener el sistema económico, social y político fue un concepto que había surgido paralelamente y como hermano gemelo de los derechos individuales; estamos hablando del Nacionalismo.
Las ideas que cuajaron definitivamente en la Revolución Francesa proclamaban una serie de derechos y libertades del individuo; es lo que los americanos habían denominado Derechos Humanos. Pero el individuo no estaba solo, los seres humanos se organizaban en sociedad. El sujeto físico de aquella sociedad era el pueblo, es decir, el conjunto de individuos que la componían, que, a su vez, era soberano en cuanto a decidir su destino. Los pueblos de la Tierra no estaban unidos, sino divididos en multitud de comunidades; a cada una de ellas se le llamaba Nación.
El concepto de Nación hundía muy profundamente sus raíces en la Historia de Europa; no en vano había sido indispensable para la formación del Estado moderno, pero ahora, vinculado a los ideales de la Revolución Francesa daba lugar a un nuevo engendro, un ismo, es decir una idea que pasaba a la categoría de creencia.
Durante todo el Siglo XIX las clases dirigentes de los Estados europeos utilizaron el Nacionalismo como argamasa capaz de mantener estrechamente vinculados a todos los grupos sociales que presentaban múltiples desavenencias entre ellos. Cuando la situación económica parecía estancarse, se emprendió la tarea de colonizar Asia y África como forma de conseguir materias primas, recursos energéticos y crear nuevos mercados; en esta faena participó toda la sociedad, fue una auténtica empresa nacional y proporcionó, a la vez, el argumento de la supuesta superioridad de la civilización europea, y por ende, de las naciones europeas.
Extracción de recursos en el África colonial.
Sin duda el espíritu nacional sirvió bien a los intereses de unas clases dirigentes que llegaron a creer que el momento de peligro había pasado porque las organizaciones políticas y sindicales obreras comenzaban a ser domesticadas gracias a ciertas concesiones y a la bonanza económica que había traído consigo el colonialismo. Tan importante era esto último que una de las causas de la tensión entre los Estados europeos anterior a 1914 era la opinión de que el reparto colonial no se había hecho de manera equitativa y que Alemania había quedado fuera del mismo a pesar de ser una de las mayores potencias industriales.
Las sociedades europeas de principios del Siglo XX se percibían a sí mismas como triunfantes. Dominaban el mundo, los avances de la ciencia eran espectaculares, en ciertos Estados estaba surgiendo una clase media cada vez más numerosa, la sociedad de consumo se imponía poco a poco, cada vez había más productos al alcance de todos. Y este exceso de confianza, esta ceguera ante los enormes problemas subyacentes fueron decisivas en la incapacidad para resolver la Crisis de Julio y evitar el estallido de la Primera Guerra Mundial.
El 29 de Julio de 1914 Austria-Hungría declaró la guerra a Serbia y con ello comenzó el conflicto armado más importante que había conocido la Historia hasta el momento. Todos creían al principio que se trataría de una guerra corta, de apenas cinco meses, en la que cada nación europea pondría de relieve su valentía y su poder, pero los vistosos uniformes y las cargas de caballería acabaron ahogados en el barro de las trincheras. La matanza fue estúpida y, si ustedes me lo permiten, inútil.
Cuando aquellos políticos con la pechera llena de medallas e insignias cayeron en la cuenta ya era demasiado tarde para retroceder; no se habían dado cuenta de que la prosperidad europea se basaba en un delicado equilibrio que hacía mucho tiempo que costaba enormes esfuerzos para ser mantenido. El sistema había prosperado tras las guerras napoleónicas y poco a poco se había impuesto el Estado de Derecho y la ciudadanía, pero ahora las ambiciones gobernaban las mentes y se lanzó alegremente a los soldados a una guerra en la que aparecieron armas nuevas y terribles, en la que quedó enterrado el romanticismo y el optimismo del Siglo XIX.
La caballería francesa es despedida en París entre vítores del público.
El conflicto se cerró en falso y abrió la puerta inmediatamente a las ideologías totalitarias, que proporcionaron a Europa un baño de sangre entre 1917 y 1945. Sus efectos se prolongaron hasta la desaparición de la Unión Soviética a finales del Siglo XX.
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