El Siglo XII había sido nefasto para los reinos cristianos de la Península Ibérica. Alfonso VI había estado a punto de resolver la cuestión de la Reconquista definitivamente, pero la invasión de los almorávides desbarató esta posibilidad. Es cierto que el final de su reinado no fue tan desastroso desde el punto de vista militar como puede pensarse; fue capaz de detener la avalancha norteafricana y no perdió ningún territorio que hubiera conquistado previamente; incluso retuvo la ciudad de Toledo, punto crítico de toda la estrategia del Sur de la Meseta. Otra cuestión es que no dejó herederos varones, cosa que en aquella época era fuente de conflictos, porque según las leyes del Reino de León una mujer no podía reinar sola, y por esta razón su hija Urraca, viuda, se desposó por segunda vez para poder ceñir la corona. Contrajo matrimonio con su primo lejano Alfonso I el Batallador, rey de Aragón y Navarra, que como su apodo indica, dedicó buena parte de sus esfuerzos en combatir a los almorávides, que continuaban belicosos, aunque cada vez más acomodados al lujo de las ciudades hispanomusulmanas.
Alfonso I el Batallador tuvo la oportunidad de unificar todos los reinos cristianos de la Península a comienzos del Siglo XII, pero la situación aún no estaba suficientemente madura y la nobleza de León, celosa de sus privilegios, se sublevó contra el enérgico rey aragonés, que entregaba castillos y dominios a los señores aragoneses y navarros. Finalmente, tras muchos enfrentamientos, el Papa anuló el matrimonio con la excusa de no haberse consumado y la nobleza del Reino de León se impuso, consiguiendo que fuese nombrado heredero del trono Alfonso VII, hijo del primer matrimonio de Urraca con un príncipe borgoñón.
Alfonso VII ciñó las coronas de León y Castilla en 1126, cuando el Imperio almorávide daba señas de cansancio. Antes de hacer la guerra a los norteafricanos impuso su autoridad a la nobleza, llegó a un acuerdo sobre las fronteras entre Castilla y Aragón e intentó extender su influencia al Norte de los Pirineos; por todos estos éxitos en 1135 se hizo coronar "Emperador de toda Hispania" en la catedral de León.
Moneda de Alfonso VII con el título de Emperador.
Sin embargo, y de forma un tanto semejante a lo que le ocurrió a su abuelo Alfonso VI, sus logros iniciales se cerraron al final de su reino con una serie de reveses que poco después conducirían a la Hispania cristiana al borde de la catástrofe. Confiado en la debilidad de los almorávides, realizó varias campañas militares en territorio musulmán; entre 1146 y 1149 ocupó la ciudad de Córdoba; por estas fechas el Imperio almorávide se desmoronaba y surgían de nuevo los reinos de taifas. Sin embargo, esta situación fue poco duradera, porque casi simultáneamente llegan a la Península los primeros ejércitos almohades, llamados por los débiles reyes de las taifas, que temían ser aniquilados por los castellano-leoneses.
Los almohades (al-muwahhidun, "defensores de la unidad religiosa") eran una secta islámica surgida en las montañas del Atlas que propugnaba una versión más compleja y mística del Islam, en lugar de la religión simple que predicaban los almorávides. Hacia 1147 se habían adueñado de Marruecos y habían comenzado a intervenir en la Península Ibérica; en 1172 ejercían ya un firme control sobre las nuevas taifas.
Esta división puso fin a las ambiciones leonesas de establecer un imperio sobre toda la Hispania cristiana. Durante mucho tiempo, León había sido el mayor y más importante de los Estados hispanocristianos, pero la Reconquista del Siglo XI había permitido la expansión de Castilla hasta casi igualar las dimensiones de aquel.
Sancho III solo sobrevivió un año a su padre y al morir dejó el trono en manos de un niño de tres años de edad, Alfonso VIII.
Alfonso VIII
Este rey niño era la ocasión que estaban esperando los nobles castellanos para imponer su voluntad y socavar la autoridad real. Se formaron dos bandos rivales en torno a las familias de los Castro y los Lara; durante diez años los nobles usurparon la autoridad real e incrementaron sus dominios señoriales. Aumentaron los tributos y se expandieron los derechos señoriales; el pueblo sufrió toda clase de arbitrariedades y abusos.
Si no hubiera sido por la resistencia desesperada de los concejos establecidos a lo lago del río Tajo, dirigidos por la pequeña nobleza de los caballeros, los almohades hubieran hecho retroceder la Reconquista a los tiempos de Almanzor, pero las fronteras aguantaron, a pesar de los enfrentamientos civiles que padecían Castilla y León.
¿Quién iba a pensar que aquel niño tendría años después el necesario carácter para devolver a la nobleza al sitio que le correspondía, recuperar lo perdido cuando, por su corta edad, no podía defenderse y asestar un golpe mortal al Islam que acabaría con más de un siglo de invasiones norteafricanas.
Verdaderamante, aunque los siglos XI y XII fueron una sucesión de contratiempos para el nuevo proyecto de un Estado español unido, hay que reconocer que también hubo una sucesión de grandes reyes que lucharon sin descanso. Sin figuras como las de Alfonso VI, Alfonso I el Batallador, Alfonso VII y Alfonso VIII no hubiera sido posible la expulsión de los norteafricanos y el avance del proyecto español.
Como hemos afirmado, la minoría de edad de Alfonso VIII fue una calamidad para Castilla, no solo porque la nobleza intentase una feudalización total del reino, sino también porque los reyes de León y Aragón aprovecharon para arrebatarle tierras al rey niño e intervenir en las disputas de los nobles castellanos.
Finalmente, quienes acudieron en ayuda del joven rey fueron los concejos de las villas de Castilla. Los caballeros de las ciudades y el pueblo llano entendían que su único protector era el rey; debían, por tanto, preservarlo de peligros y acrecentar su autoridad; en caso contrario, se verían todos en manos de la gran nobleza, sometidos a los abusos feudales.
Ávila fue la más empeñada en dar protección y refugio al rey. En torno al joven monarca se reunieron hombres fieles que lo apartaron de las garras de los Lara y los Castro, y de esta manera en 1170 fue proclamado rey de Castilla en las Cortes de Burgos.
Podemos ver con asombro cómo el pueblo llano toma la iniciativa en fechas muy tempranas en el reino de Castilla, y cómo la nobleza feudal retrocede en sus exigencias ante aquel monarca, paso previo en la consolidación de la autoridad del Estado. La idea de España se concreta, el camino hacia la unidad peninsular parece más firme y abierto. Este camino hacia la unidad de los reinos hispanos comienza con la desaparición del Califato de Córdoba y termina con los Reyes Católicos.
El joven rey tomó la iniciativa y ajustó cuentas con Sancho VI, rey de Navarra, que aprovechando su minoría de edad le había arrebatado parte de La Rioja. También obligó a su tío Fernando II, rey de León a devolverle la ciudad de Burgos, de la que se había apoderado tiempo atrás. Para llevar a cabo estas hazañas se alió con Alfonso II el Casto, rey de Aragón, con el cual acabó firmando el tratado de Cazorla en 1179, por el que se repartían las respectivas influencias en la Península y las zonas de Reconquista en territorio musulmán.
Los almohades provenían de una sociedad más urbana y desarrollada que los almorávides y Al-Ándalus les ofrecía un nivel cultural y económico elevado. Establecieron su capital peninsular en Sevilla y desde sus dominios continuaron durante todo el Siglo XII la mayor amenaza para los territorios fronterizos de Castilla y Aragón. Alfonso VIII se propuso someter el valle del Guadiana y repoblarlo, paso indispensable para detener las ofensivas almohades. Conquistó la ciudad de Cuenca en 1177 e hizo retroceder a los musulmanes a la margen Sur del río. No obstante, sufrió una grave derrota en 1195, en Alarcos, villa recién fundada, que quedó totalmente destruida. La causa de la batalla fue la respuesta almohade a las expediciones militares que habían llevado a cabo poco antes las gentes de Alfonso VIII en el Valle del Guadalquivir.
La derrota fue catastrófica, porque los castellanos se batieron en retirada y los almohades llegaron hasta las mismas puertas de Toledo; retrocedió de esta manera la Reconquista en todo el Sur de La Mancha y todas las plazas que tenía Alfonso VIII en aquella zona se perdieron.
Podríamos pensar que en aquellas fechas el rey castellano había recibido tal golpe que abandonaría el proyecto de devolver a los almohades a África; pero no fue así.
Hemos dicho al principio que en ocasiones, cuando las cosas se ponen difíciles, un carácter basta para dar la vuelta a la situación; pues bien, este era el carácter de Alfonso VIII.
Diecisiete años después, casi al final de su reinado Alfonso VIII se vengo de la derrota de Alarcos. En lugar de caer en la desesperación, se dedicó insistentemente a recuperar lo perdido, dando protagonismo a las órdenes militares de Alcántara, Calatrava y Santiago, buscando el apoyo del Papa y urdiendo una coalición con todos los reinos cristianos de la Península.
Inocencio III, Papa desde 1198, declaró la cruzada contra los almohades; en ello colaboró fervientemente Rodrigo Ximénez de Rada, arzobispo de Toledo, hombre partidario de la lucha sin tregua contra el Islam. Enterado de estos acontecimientos Muhammad An-Nasir, califa almohade conocido como Miramamolín por los cristianos, tomó la determinación de cruzar el estrecho y dirigirse a Al-Ándalus para enfrentarse a la ofensiva de los cruzados. Alfonso VIII había alcanzado un acuerdo con los reyes de Aragón, Navarra, León y Portugal para, todos unidos, derrotar definitivamente a los almohades. Esto ocurrió el Lunes 16 de Julio de 1212 en las Navas de Tolosa, provincia de Jaén.
La batalla de Las Navas de Tolosa supuso la derrota total de los almohades en la Península Ibérica y el comienzo de la descomposición de su imperio en el Norte de África. Al-Ándalus se dividió de nuevo en taifas que volvieron inmediatamente a pagar tributos a los reinos cristianos y el Valle del Guadalquivir quedó abierto a la Reconquista y posterior repoblación castellana. El fin de la lucha secular entre cristianos y musulmanes se acercaba, pero no era inminente; las dificultades de la repoblación y el rebrote de los conflictos señoriales y dinásticos en Castilla permitió la supervivencia del último reducto del Islam en la Península: el reino de Granada, última taifa.
Navas de Tolosa, provincia de Jaén.
Alfonso VIII solo fue rey de Castilla, pero su importancia en el proceso de unificación peninsular y formación de España es inmensa. Como hemos afirmado anteriormente, en tiempos difíciles surgen personalidades dispuestas a no ceder una vez decidida la empresa. Durante el reinado de AlfonsoVIII se producen tres fenómenos sin los cuales la unidad peninsular hubiera sido imposible.
En primer lugar el sometimiento de la alta nobleza, que se ve obligada a abandonar sus pretensiones feudales y a aceptar la autoridad real. Los nobles volverían a las andadas, pero en este momento especialmente importante la Corona quedó afirmada.
En segundo lugar la aparición del pueblo llano como actor principal de los acontecimientos históricos a través de los concejos, forma de organización de las comunas urbanas.
En tercer lugar el fin del dominio norteafricano sobre la Península Ibérica gracias a la gran victoria obtenida en Las Navas de Tolosa.
En la siguiente entrada de esta serie comentaremos detalladamente los acontecimientos previos a esta batalla, su desarrollo y sus consecuencias.
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