En las
tres entradas anteriores de esta serie y en un par de artículos más he
pretendido exponer la idea de que lo que podríamos llamar confiadamente
“Civilización Europea” fracasó en el momento en que se disponía a entrar en su
madurez. Este fracaso de proporciones épicas fue provocado por la
incompetencia, el egoísmo y la ambición de las clases dirigentes de los Estados
europeos, que a la sazón poseían el poder político y el poder económico a
principios del Siglo XX. Estos dirigentes fueron incapaces de llegar a
acuerdos, de ceder, de establecer compromisos que consiguiesen la solución de
los conflictos por la vía pacífica. La consecuencia fue la catástrofe enorme
que supusieron las dos terribles guerras que destruyeron Europa entre 1914 y
1945.
Fue,
por tanto, una sociedad inmadura la que se destruyó a sí misma. Y como ocurre
con todos los traumas, el que los padece procura olvidar sus causas por todos
los medios a su alcance. En 1945, aquella sociedad que había cometido todos los
excesos imaginables (y los seguía cometiendo en la zona oriental) fue forzada
por un poder foráneo a establecer conductas de convivencia en las que la
palabra guerra era tabú. Lamiéndose las heridas los europeos comenzaron a
reconstruir sus respectivas sociedades intentando no meditar mucho sobre las
causas de lo ocurrido. Los Estados europeos fueron obligados a colaborar, lo
que no habían hecho nunca.
Aquella
forma de entenderse entre ellos venía dictada por una amenaza exterior; la
Unión Soviética tenía un carácter expansionista y su objetivo prioritario era
engullir a toda Europa en un frente de repúblicas socialistas.
Así, de
forma aparentemente natural, surgieron las instituciones comunitarias; al
principio con pasos prudentes e indecisos, después con más audacia, y siempre
con el beneplácito de Estados Unidos. El proyecto de integración europea y sus
instituciones no surgieron como consecuencia de una demanda entusiasta de la
población de Europa, sino de los acuerdos de unos grupos políticos y económicos
que buscaban hacer frente común ante la propaganda y el expansionismo
soviéticos.
Lo que
comenzó siendo una necesidad, acabó transformándose en virtud, pues los que
manejaban los hilos de la integración europea vieron pronto las ventajas de lo
que se estaba construyendo, con independencia de la persistencia de la Guerra
Fría. Pero, en general, la población quedó al margen de la toma de decisiones,
y si en algún momento lo hizo, fue con el camino perfectamente trazado, sin
debate, al modo plebiscitario.
Si los
Estados europeos se comportan ahora con madurez y colaborando entre ellos, no
ha sido por propia voluntad, sino obligados a ello por las circunstancias y por
la presión de poderes exteriores; ni mucho menos ha sido por voluntad popular,
pues la población Europea ha contemplado el proceso de construcción Europea
como el que asiste a una representación teatral; se ha limitado a pagar por su
butaca.
Las
clases medias europeas han permanecido los últimos cincuenta años pendientes
exclusivamente de mantener su alta calidad de vida; para ello han delegado todo
lo que era necesario en unas estructuras políticas que a cambio de esto han
conseguido tener las manos libres para hacer y deshacer sin grandes
dificultades. El conflicto surge cuando en las dos últimas décadas entre los
burócratas europeos se impone la idea de que para avanzar en la integración hay
que hacer ciertos sacrificios que afectan sobre todo a esas clases medias.
El
ciudadano medio europeo queda, por tanto, perplejo ante esta situación. Lleva
más de medio siglo dejándose dirigir en las cosas importantes de los asuntos
públicos y no se le ha recordado de dónde viene su situación actual, que la
sociedad en la que vive tiene su origen en un trauma provocado por guerras y un
fracaso general. Lo peor es que este ciudadano ha tenido como objetivo durante
toda su vida el mantenimiento de una serie de derechos y garantías que, además,
cree que han sido duramente conseguidos tras una feroz lucha. Nada más lejos de
la verdad, pues esta calidad de vida se alcanzó porque las circunstancias
políticas internacionales así lo exigían.
Y no es
extraño que los ciudadanos de la UE comiencen a estar perplejos, porque ahora
se les exige un esfuerzo al que no están habituados; es decir, a influir en las
instituciones, a hacer uso de su soberanía, a tomar decisiones al fin y al
cabo.
Hay
momentos en los que una sociedad tiene que arriesgar un poco. Si el objetivo es
crear un Estado federal europeo, es necesario que nos impliquemos en ello cada
uno de nosotros y arrebatarle la iniciativa a una clase política demasiado
preocupada por sus intereses particulares. Por el contrario, si el proyecto
europeo no surge del deseo de todos, la perspectiva es salir por donde
entramos, por aquella sociedad inmadura que fue incapaz de encontrar una
solución a sus conflictos.
Y ahora
podemos preguntarnos: ¿Sirve la Historia exclusivamente para satisfacer la
curiosidad del erudito? La respuesta es no; su utilidad principal radica en
ayudarnos a saber de dónde venimos, quiénes somos en realidad y hacia dónde
vamos. ¿Hacia dónde nos lleva la UE?
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