miércoles, 1 de enero de 2014

¿HACIA DÓNDE NOS LLEVA LA UE? III

Es bastante probable que no nos equivoquemos mucho al afirmar que el primer hombre que quiso unificar Europa fue Napoleón Bonaparte; lo desagradable del asunto es que quiso hacerlo mediante la violencia, y finalmente se vio entre el yunque y el martillo de Inglaterra y Rusia. Napoleón confiaba en la adhesión de las burguesías de los reinos de Europa; y no andaba muy descaminado, aquellos burgueses vieron en el emperador el camino más corto para deshacerse de unos aristócratas altivos y egoístas. Pero cuando te impones por la fuerza suele ocurrir que encuentras resistencia, y finalmente Bonaparte encontró la derrota en Waterloo.
Desde aquella épica derrota Francia abandonó la idea de imponerse al resto de Estados europeos y pasó a la defensiva en el continente. Su mayor temor en los asuntos exteriores era la posible unificación de los principados alemanes, mientras que en el ámbito interno la preocupación más angustiosa era evitar una nueva revolución impulsada por las masas populares.
El último tercio del Siglo XIX presentó grandes oportunidades para Francia, cuando esta nación se dedicó enérgicamente a crear un imperio colonial en África, Sureste Asiático y el Pacífico. Fue aquella una época de esplendor en la que París relucía por encima de todas las metrópolis del mundo. Sin embargo, el brillo de los oropeles no ocultaba la situación real de Francia en el continente: se trataba de un Estado a la defensiva. El golpe sufrido como consecuencia de la derrota ante Prusia en Sedán era una herida que no podía cicatrizar. La humillación fue total cuando Guillermo I de Prusia se proclamó emperador de Alemania en el salón de los espejos del palacio de Versalles.
El imperio colonial fue una inyección de energía para Francia, pero de ninguna manera podía hacer olvidar a los franceses la vergüenza de la derrota de Sedán, el ominoso prendimiento de Napoleón III y la humillante ceremonia de Guillermo I en Versalles; el espíritu revanchista se había alojado en el corazón de los patriotas franceses.
Cuando el Imperio Alemán fue vencido de forma casi milagrosa en la Primera Guerra Mundial, las condiciones que Francia e Inglaterra pusieron al armisticio fueron muy poco generosas; es más, se las podría calificar de peligrosas. Las indemnizaciones de guerra exigidas a Alemania eran desorbitadas y no se tuvo en cuenta que se imponían a un Estado que se encontraba en la ruina, y al que se le habían arrebatado territorios extensos y de gran importancia económica. Aquello fue la forma más eficaz de allanar el camino hacia una nueva guerra.
A pesar de la evidente actitud agresiva del III Reich, los franceses permanecieron a la defensiva, parapetados tras sus fronteras. Aquello no dio resultado, pues el ejército alemán a finales de los años 30 era muy superior al francés y, probablemente, el mejor del mundo. Como consecuencia los franceses hubieron de sufrir una nueva humillación cuando los soldados de la Wehrmacht desfilaron por las calles de París.
En 1945, acabada la guerra y derrotada Alemania, Francia era uno de los países que había sufrido menos destrucciones de Europa; sus ciudades apenas habían sufrido bombardeos y sus infraestructuras industriales estaban poco dañadas. Aún así, hay que tener en cuenta que Francia no fue uno de los vencedores de la guerra; en la Conferencia de Potsdam, cuando se establecieron las condiciones del fin de la guerra para toda Europa, solo participaron Gran Bretaña, Estados Unidos y la Unión Soviética. A pesar de esto, Francia conservó íntegramente su territorio y sus colonias, y los ciudadanos franceses tuvieron la impresión de ser los vencedores, cuestión que es realmente importante.
Cuando Potsdam descorrió el telón de la Guerra Fría, Francia revalorizó notablemente su posición en el tablero de la Política de Bloques; se convirtió en uno de los dos pilares esenciales de la defensa de Occidente contra la Unión Soviética. Por esta misma razón Francia sería poco después, junto con Alemania Occidental, una de las bases sobre las que se apoyaba la Comunidad Económica Europea. De la misma forma, la mayoría de los acuerdos comunitarios favorecían a Francia de manera preferente. Cuando Francia hubo de abandonar sus colonias, encontró nuevas posibilidades de comercializar sus productos en los mercados comunitarios, de forma que los sectores comercial, industrial y agrario se implicaron profundamente en el proyecto europeo, gracias al cual obtenían grandes beneficios. Así fue como Francia se volvió un país muy europeísta y los revanchismos fueron arrojados al olvido. Se trataba de una sociedad próspera y satisfecha, en la que las clases trabajadoras disfrutaban de una alta calidad de vida con las garantías laborales y sociales más elevadas del mundo. Durante unas décadas Francia experimentó una gran demanda de mano de obra, y así se convirtió en uno de los países con mayor inmigración del continente; millones de personas, en su mayoría procedentes de las antiguas colonias, fueron a establecerse en las ciudades francesas.
Si existe un Estado moderado en sus pretensiones e implicado en el proyecto de la Unión Europea es Francia. Ni siquiera cuando Alemania, tras la reunificación, se ha convertido en la potencia económica más importante de Europa, se ha percibido gesto alguno por parte de Francia que insinúe dudas en el proceso de integración económica y política de la UE. Parece evidente que los sectores empresariales y financieros franceses creen que la única opción de conservar una posición privilegiada en el mundo es a través de la colaboración dentro del marco de la UE.

Pero el cielo no está tan despejado de nubes como parece. Los grupos de políticos estrechamente vinculados a las instituciones europeas presionan cada vez más para que se produzca una mayor integración; para ello alegan que de lo contrario el proyecto no será viable. Por otra parte, debido a la crisis de los últimos años y los problemas generados por la inmigración masiva, la situación social se ha deteriorado gravemente y una parte importante de la población vive en condiciones que favorecen el malestar social. Además, las decisiones que se toman en los órganos de la gobernanza europea dependen cada vez menos de la participación democrática de los ciudadanos, lo que conlleva un alejamiento de éstos del proyecto europeo. ¿Es Francia una gran incógnita dentro de la gran incógnita de la UE? ¿Es la sociedad francesa una sociedad indolente y dócil ante los proyectos integradores?¿Se trata, por el contrario, de una sociedad en espera de la que puede surgir cualquier imprevisto? 

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